Mi padre coincidió por primera vez con Donald Trump a principios de los noventa, ambos bien entrada la cuarentena —mi padre un año mayor— y los dos saliendo de la práctica ruina económica. De la rebelde devoción por la deuda de Trump y de sus problemas con el dinero prestado se daba buena cuenta en las páginas salmón de la época: en 1990, su empresa homónima se hundía bajo el peso de los préstamos que había solicitado para mantener sus casinos funcionando, el hotel Plaza abierto y los aviones de su aerolínea en el aire. El dinero tenía un precio. Le habían obligado a asegurar una parte, lo que lo convertía en un aval personal de más de 800 millones de dólares.
El verano de aquel año, un extenso perfil en Vanity Fair pintaba un retrato alarmante no solo de las finanzas de aquel hombre, sino también de su estado mental. Separado de su mujer, había cambiado el tríplex familiar por un pequeño apartamento en uno de los pisos bajos de la Torre Trump. Se pasaba horas en la cama mirando el techo. No salía del edificio, ni para asistir a reuniones ni para comer; subsistía a base de hamburguesas y patatas fritas que pedía a un restaurante de la zona. Al igual que su deuda, la cintura de Trump se infló y el pelo largo se le rizó en las puntas, ingobernable. Y no era solo su aspecto. Se había vuelto extrañamente callado. Ivana les confió a sus amigas que estaba preocupada. Nunca lo había visto así, y no estaba segura de que fuera a salir de aquella.
Mi padre, al igual que Trump, se pasó con las deudas en los años ochenta y acabó la década con un futuro económico incierto. Era médico y había dejado la investigación en cardiología para abrir una consulta privada justo cuando comenzó la crisis de los rehenes. Cuando Reagan estaba en el gobierno, había empezado a “acuñar dinero”, como le gustaba decir a él. (Su cómico acento punyabí siempre hacía que me sonara como si se refiriese a un pariente del dinero nuevo en lugar de al proceso de fabricarlo). En 1983, con tanto dinero que no sabía qué hacer con él, mi padre asistió a un seminario de un fin de semana sobre inversión inmobiliaria en el hotel Radisson de West Allis, en Wisconsin.
El domingo por la noche, ya había hecho una oferta por su primera propiedad, un anuncio que uno de los profesores había “compartido” con los participantes en una de las comidas: una gasolinera en Baraboo, justo a cinco manzanas del solar donde los hermanos Ringling montaron su circo. Para qué quería él una gasolinera fue la pregunta perfectamente razonable que mi madre le hizo cuando nos dio la noticia la semana siguiente. Para celebrarlo, preparó una jarra de lassi Rooh Afza; aquel sorbete con aroma de rosas era la bebida preferida de mi madre. Él se encogió de hombros por toda respuesta y le tendió un vaso. Ella no estaba de humor para el lassi.
—¿Qué sabes tú de gasolineras? —preguntó irritada.
—No necesito saber cómo funcionan. Es un negocio sólido. Hay flujo de efectivo.
—¿Flujo de efectivo?
—Dinero, Fátima.
—Y si da tanto dinero, ¿por qué la venden? ¿Eh?
—Sus razones tendrán
—No espero que lo entendáis. No espero que me apoyéis. Pero dentro de diez años, os acordaréis de este momento los dos y veréis que hice una gran inversión. ¡Ya veréis! —gritó mi padre—. ¡Ya veréis!
Lo que vimos fueron las siguientes “inversiones” en un centro comercial en Janesville; otro en Skokie, Illinois; un camping a las afueras de Wausau y una granja de truchas cerca de Fond du Lac. Si no ven ninguna lógica en la cartera de propiedades, en fin, no son los únicos. Al final resultó que aquellas compras azarosas las hacía todas siguiendo el consejo del profesor del seminario, Chet, que le había vendido la primera. Todas estaban hipotecadas, y cada propiedad funcionaba como una especie de aval de la siguiente en una extraña configuración de empresas fantasma que Chet se había inventado, y por las que sería imputado tras la crisis de S&L. Mi padre tuvo la suerte de esquivar las consecuencias legales. Ah, y sí, llegamos a tener nuestro ejemplar obligatorio de El arte de la negociación de Trump en la estantería del salón, pero eso fue unos años más tarde.
Mi padre siempre ha sido un misterio para mí: el hijo de un imán para quien los únicos nombres sagrados —Harlan, Far Niente, Opus One— eran los de sus adorados cabernet de California; que veneraba a Diana Ross y a Sylvester Stallone y que prefería el póquer que aprendió aquí al rung que había dejado atrás en Pakistán; un hombre de apetitos e impulsos impredecibles, muy dado a dejar propina por el mismo importe de la cuenta (y a veces algo más); admirador irredento del coraje americano que nunca dejó de regañarme por mi falta del mismo durante la adolescencia: ¡ay, si él hubiese tenido la suerte de haber nacido aquí como yo! ¡No solo no habría sido nunca médico! ¡Quizás hasta habría sido feliz!
Es cierto que no lo recuerdo tan contento como en aquellos años a mediados de la era Reagan cuando —con la promesa del dinero infinitamente fácil del sistema— se despertaba cada mañana y admiraba en el espejo el reflejo de un hombre de negocios hecho a sí mismo. Pero la felicidad duró poco. La crisis del mercado del 87 inició una cascada de desafortunados “eventos de crédito” que, para principios de los noventa, habían reducido sus ingresos a menos de nada. Yo acababa de empezar mi segundo año en la universidad cuando me llamó para decirme que iba a traspasar la consulta con el fin de evitar la bancarrota y que tendría que dejar la universidad aquel semestre a menos que pudiera conseguir un préstamo estudiantil (cosa que hice).
Fue la investigación de mi padre sobre el síndrome de Brugada, una arritmia poco común y a menudo letal, lo que le llevó a conocer a Donald Trump
Si bien aquel revés de la suerte no consiguió reformarlo del todo, mi padre escarmentó durante una temporada. Recuperó su puesto de profesor de Cardiología clínica en la universidad y se volcó de nuevo en la investigación, para la que, a pesar de sus recelos, tenía sin duda talento. De hecho, después de tres años en el mundo académico, ya estaba otra vez a la vanguardia de su campo de estudio y subiendo a estrados para recibir premios; incluso le dieron una medalla por sus investigaciones recientes sobre una enfermedad poco conocida llamada el síndrome de Brugada.
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