¿Para qué sirve un festival? Ciertamente no para ofrecer la misma dieta que ya se encuentra en las salas de concierto durante el resto del año. Tampoco para que las agencias acomoden en ellos soberana e indiscriminadamente a todos sus artistas que están de gira. Menos aún para que una programación generosa y comprimida en el tiempo se convierta simplemente en un cajón de sastre, un revoltijo de conciertos sin argamasa que los una y fruto únicamente del aluvión, no de la selección o de la reflexión.
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Un festival debería complementar la oferta del resto del año, experimentar con nombres nuevos, apostar por repertorios apenas frecuentados, convertirse en termómetro de incipientes tendencias interpretativas que luchan aún por abrirse camino, correr riesgos y, sobre todo, ofrecer un todo congruente, rico en referencias cruzadas, en el que la diversidad vaya de la mano de la unidad gracias a un equilibrio entre lo que desean o están dispuestos a ofrecer los intérpretes y lo que les gustaría mostrar a los programadores.
En Utrecht se ha apostado siempre por estas últimas vías, en parte porque el movimiento interpretativo historicista se caracteriza ya en sí mismo por un afán de conquistar nuevos territorios y por un saludable inconformismo. Tiene, además, muchísimas más décadas que explorar y el tan manido siglo XIX, que suele marcar su límite temporal, sólo lo toca ocasionalmente, aunque cuando se llega hasta él, como ha sucedido aquí en Utrecht en un par de ocasiones durante este inicio de semana, la incursión merece muchísimo la pena.
El barítono Dietrich Henschel y el pianista Piet Kuijken (perteneciente a la familia real musical belga por antonomasia) ofrecieron el lunes una Liedermorgen, en vez de la tradicional Liederabend, a las once de la mañana en el Hertz del TivoliVredenburg. No es una hora muy del gusto de los cantantes y es comprensible que Henschel tardara un poco en calentar la voz, sobre todo para llegar a las notas altas, pero luego hizo maravillas con el extraordinario programa que había confeccionado, con varios de los grandes Lieder de Schubert con textos relacionados con la antigua Grecia (firmados por Goethe y Mayrhofer y rebosantes de la retórica que articula este año gran parte de los conciertos del festival), una pequeña muestra de los de Beethoven y su pionero ciclo A la amada lejana, todo ello coronado por las tres infrecuentes canciones del primero sobre poemas de Metastasio, que dan una idea del gran operista cómico que podría haber sido Schubert.
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Henschel alteró la lógica prevista del programa impreso e introdujo un trastrueque genial. Sacó del bloque de canciones de Schubert a Grenzen der Menschheit (Límites de la humanidad), en la que poeta y compositor nos precaven de imitar a los dioses y nos recuerdan los límites que, como seres humanos, no podemos –ni debemos– traspasar, y la situó, en cambio, al comienzo mismo del programa, antes de que la canción An die Hoffnung de Beethoven se abra con un verso (”Ob ein Gott sey?”) que se pregunta por la posible existencia de un dios. El primero es un poema mayúsculo de Goethe, el segundo uno menor de Tiedge: pero la conexión tiene una potencia filosófica, y retórica, extraordinaria, acentuada por el choque brutal entre el Si bemol menor del primero y el Do mayor inicial (lejos del Mi mayor posterior) del segundo.