Martes de descanso en el Giro. Mediodía en Asís. Un poco de sol. La brisa agita revoltosas las ramas de los cipreses, los olivos, los almendros. En las terrazas de los cafés desiertos de turistas suena Franco Battiato, tarareado por los camareros ociosos. Salpicados por las mesas, coloridos ciclistas del Giro estiran las piernas mientras sorben capuchinos con los labios estirados para no quemarse la lengua. Relajados como si hubieran encontrado, al fin, su centro de gravedad permanente después de haber paseado en bicicleta unos kilómetros, y sudado las cuestas empinadas del pueblo, y haberse perdido ante los frescos de Giotto en la basílica, Francisco predicando a las aves y los perros. Y nadie les podría arrancar de ahí. Gozando el momento, olvidados de que el Giro sigue girando en danza a su alrededor. Alexander Vlasov guarda silencio, como siempre. Simon Yates permanece invisible y mudo. Agazapados. Remco Evenepoel bendice que los del parqué de Quick Step se hayan comprometido a financiar su sueldo seis años más a cambio de pedirle de que, por favor, gane el Tour, que lo haga por Bélgica, más ciclista del mundo, que lleva 45 años esperando el sucesor de Lucien van Impe. A los 21 años ya cargado con los sueños de un país.
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El Giro verdadero, de hecho, comienza al día siguiente de los caminos de tierra en cuesta entre los viñedos de Montalcino, no lejos de Siena. Algunos pronosticadores hablan de lluvia. El barro, como los pedruscos de Roubaix hacen con el Tour, convertiría la etapa, y el Giro, en una lotería, y aún se habla del sacrificio de Vincenzo Nibali, de rosa entonces, por Ivan Basso, perdido en el barro de Montalcino en 2010. Egan tenía entonces 13 años. Hacía mountain bike, y la base técnica y fisiológica adquirida con esa especialidad, la capacidad para repetir esfuerzos de máxima intensidad con pocos minutos de recuperación entre ellos, le dan seguridad, y el recuerdo de la última Strade Bianche, disputada en carreteras similares, en la que quedó tercero detrás de Van der Poel y Alaphilippe. “Pero no es lo mismo, no es lo mismo”, dice Egan. “La Strade Bianche es una clásica de un día en la que se arriesga el todo por el todo, y en el Giro no podemos ir así. No se puede arriesgar uno a perderlo todo en un día”.
Salvo para Mikel Landa y Pável Sivakov, que abandonaron heridos, hasta el día de descanso el Giro ha sido un juego y Egan, un niño que olvida las preocupaciones y, dejándose llevar “por las emociones, por la adrenalina, el placer de estar delante, el gusto de vestir de rosa”, se lanza todos los días a combatir con otro niño, Remco, que la goza igual que él. “Y no esperaba estar tan bien, porque la preparación está pensada para alcanzar el tope en la última semana, que es cuando se decidirá el Tour”, dice el ganador del Tour de 2019. “Pero no lo he podido evitar”.
Y quizás lo lamente cuando el Giro comience de verdad, con las montañas verdaderas, el próximo sábado en el Zoncolan, como lo lamentó Simon Yates en 2018, líder agresivo y atacante, imparable, hasta 48 horas antes del final, cuando, exhausto, se rindió ante Chris Froome. Por eso el inglés, dice su gente, ni ha movido una ceja en cabeza en las 10 primeras etapas este 2021, se ha conformado con seguir de lejos los ataques de los impacientes, guardando, guardando fuerzas, como Vlasov, el ruso de Vyborg, el puerto báltico de Berzin y Ekimov, a quien guía como a un hijito su director, el más veterano técnico del Giro, Beppe Martinelli, ganador con Pantani, con Nibali, con Garzelli, Simoni y Cunego, y un Tour con Contador también. “Es un encanto Vlasov”, le cuenta Martinelli a Alessandra Giardini en La Gazzetta. “Hace todo lo que le digo. Hasta pide para desayunar pasta con mermelada desde que le dije que esa era la comida favorita de Pantani para los días más duros…”
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