Pero la llegada de Francisco a la silla de Pedro en 2013 subrayó todavía más la brecha entre un determinado modo de entender el mensaje de Jesús, más acogedor y abierto, y otro de carácter más excluyente y cerrado. La separación entre esos dos mundos, cada vez más evidente en los últimos años, se ha escenificado con mayor a través de determinados políticos. Vicktor Orbán, el presidente húngaro, calvinista declarado y con quien el Papa se reunió el domingo por la mañana, es uno de los ejemplos más claros de esa confrontación. “He pedido al Papa que no deje que la Hungría cristiana perezca”, publicó en su cuenta de Facebook el líder húngaro nada más terminar la reunión de 40 minutos con el Pontífice.
Los desencuentros se basan fundamentalmente en el tema migratorio, la persecución de los colectivos LGTBI y en la idea de apertura de Europa. Francisco ha convertido la necesidad de acogida a refugiados una de las principales banderas de su pontificado, mientras que Orbán, pese a fundamentar su política y la amplitud de su electorado en las ideas cristianas, ha basado su obra en todo lo contario. Sentado junto a su esposa, católica, en la primera fila del rezo del Ángelus, tuvo que escuchar como el Papa rebatía esa idea. El Pontífice pidió que el cristianismo, “la savia de esta nación”, “eleve y extienda sus brazos hacia todos; que mantenga las raíces, pero sin encerrarse; a recurrir a las fuentes, pero abriéndose a los sedientos de nuestro tiempo”. Una alusión evidente al fenómeno migratorio y la necesidad de darle una respuesta que acoja.
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Francisco ha repetido durante estos años que los muros y las fronteras terminan encerrando dentro a quienes los construyen. Una referencia muy clara al muro que quiso construir Donald Trump en la frontera con México, pero también a la valla alambrada que mandó levantar Orbán durante los días más intensos en llegadas de refugiados sirios a Europa. La oposición del Pontífice se ha extendido a las políticas ultraderechistas de la Liga de Matteo Salvini en materia migratoria. El líder húngaro, sin embargo, es todavía un actor crucial para que muchas de las políticas de este tipo de la Unión Europea vayan en la buena dirección.
Francisco se reunió con Orbán, y el presidente del país, Janos Ader, durante 40 minutos a puerta cerrada y sin cámaras. El encuentro duró más de lo previsto, ya que se esperaba un coloquio de media hora en el que también participaron el secretario de Estado, Pietro Parolin y el “ministro de Exteriores” vaticano, Richard Gallagher.
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El Vaticano explicó en un comunicado que entre los temas tratados se habló “del papel de la Iglesia en Columna Digital, el compromiso para la salvaguardia del ambiente, la defensa y la promoción de la familia”. Nada más. Ningún tema que pudiese incomodar. La propia Santa Sede se había encargado de subrayar antes del encuentro que no se trataba de una visita de estado, sino espiritual y religiosa. De este modo se evitaba activar el canal del protocolo diplomático húngaro y se alejaba la posibilidad de que la visita fuera instrumentalizada por el Ejecutivo húngaro, muy interesado en mostrar a su electorado cristiano la cercanía con la máxima autoridad de la Iglesia católica.
Francisco insistió, a su manera, en otro de sus discursos de la mañana con el Consejo Ecuménico de las Iglesias y algunas comunidades judías de Hungría en esa distancia que separa su forma de ver el cristianismo de la que tiene Orbán. “El Dios de la alianza nos pide que no cedamos a la lógica del aislamiento y de los intereses creados. No desea las alianzas con alguno en detrimento de otros, sino personas y comunidades que sean puentes de comunión con todos”.