Mientras escribo estas líneas, me acuerdo de la angustia que sentí en 1962, durante la crisis de los misiles rusos en Cuba. Me encontraba hospitalizado en Nueva York y mi amigo Stanley Plastrick me decía todos los días que Nueva York corría peligro de acabar destruida por una bomba atómica. Entonces llegó un acuerdo, in extremis, y Jruschov retiró sus misiles.
Hoy, aunque sea de otra manera, veo que volvemos a estar al borde del abismo y en una incertidumbre absoluta sobre el futuro.
Vamos a intentar aclarar la situación, algo que es sencillo y a la vez complejo. La sencillez consiste en que hay un agresor y un agredido, el agresor es una gran potencia y el agredido una nación pacífica. La complejidad consiste en que el problema de Ucrania no solo es trágico y devastador, sino que tiene numerosas consecuencias entrelazadas y muchas incógnitas.
Después, vamos a intentar pensar en una posible solución pacífica que, para Ucrania, no signifique la paz de los cementerios.
Recordemos que a finales del siglo XVIII se repartieron Ucrania entre Polonia (que, a su vez, estaba dividida), el imperio ruso y el imperio austriaco. El país se independizó durante las guerras posteriores a la Revolución de 1917, pero en 1920 cayó derrotado y se integró en la Unión Soviética. Sus campesinos sufrieron la más cruel transformación en koljós (granjas colectivas) y fueron víctimas de la gran hambruna de 1931. Por un instante, algunos ucranios pensaron que la Wehrmacht iba a liberarlos; en 1941, el independentista Bandera empezó a colaborar con los nazis y proclamó una república pseudo independiente bajo la ocupación alemana. Pero la población tuvo una participación activa en la resistencia contra el nazismo.
Fue durante la descomposición de la URSS cuando Ucrania y Bielorrusia lograron independizarse con la aprobación de Rusia, que entonces gobernaba Yeltsin.
La situación en Ucrania se deterioró en paralelo con el empeoramiento de las relaciones entre Rusia y Estados Unidos.
Ucrania es importante para Rusia y Estados Unidos, no solo desde el punto de vista geopolítico, sino también desde el económico.
Es el país europeo con las mayores reservas de uranio y el segundo en cuanto a las reservas de titanio, manganeso, hierro y mercurio. Posee la mayor superficie de tierra cultivable de Europa y el 25% de las tierras negras del mundo, y produce y exporta cebada, maíz y otros productos agrícolas.
Después de una revolución democrática, Ucrania empezó a sufrir más presiones de Rusia. En 2014 pidió el ingreso en la Unión Europea. Entonces, Putin se anexionó Crimea y fomentó la sublevación y posterior autonomía de la región rusohablante del Donbás. Hay que reconocer que Crimea es una provincia tártara rusificada, nunca ucrania. Y que para mantener el Donbás dentro de Ucrania sería necesaria una solución federal. Para justificar su intervención, Putin proclamó el 18 de marzo de 2014: “Nos mintieron repetidamente, tomaron decisiones a nuestras espaldas, nos presentaron unos hechos consumados. Fue lo que ocurrió con la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este y con el despliegue de infraestructuras militares en nuestras fronteras”.
En realidad, ya había comenzado una guerra en el Donbás a pesar de los acuerdos de Minsk.
En un artículo publicado en Le Monde el 3 de mayo de 2014, predije el peligro: “Por desgracia, la impotencia de Occidente, en lo que respecta a Europa, no es solo militar, ni solo de falta de voluntad. Es una incapacidad de pensamiento político, de pensamiento en general. Sería deseable que Hollande, Fabius y Manuel Valls tomaran conciencia de que los peligros aumentan de forma implacable y propusieran el único plan de paz coherente, el de una Ucrania federal que sea el vínculo entre Occidente y Oriente. Ya ha pasado el momento de buscar la mejor solución, ahora se trata de evitar lo peor”.
Desde 2014, el proceso infernal de retroalimentación de los conflictos entre Este y Oeste no ha dejado de agravarse, hasta que ha ocurrido lo peor, en febrero de 2022.
La espiral fatídica
Este proceso se ha desencadenado tanto por el creciente deseo de Putin de incorporar la parte eslava del imperio ruso a su órbita como por la ampliación simultánea de la OTAN hasta las fronteras de Rusia. Más en general, la causa fundamental es el aumento de los conflictos de intereses entre las dos superpotencias tras el periodo de entendimiento entre Bush y Putin a partir de 2001.
En todo este tiempo se sucedieron la reconstrucción de Rusia como superpotencia militar, el establecimiento de sus zonas de influencia en Siria y África, la sangrienta reincorporación de Chechenia mediante dos guerras (1994-1996 y 1999-2001), la intervención militar en Georgia (2008) y la presión creciente sobre Ucrania. Mientras tanto se produjo la segunda invasión estadounidense de Irak en 2003, sin la autorización de la ONU y de consecuencias catastróficas para todo Oriente Próximo, seguida de guerras internas al menos hasta 2009 y la invasión de Libia en 2011. Y, por si fuera poco, Estados Unidos estuvo inmerso en una guerra en Afganistán de 2001 a 2021.
Aunque, en 1991, el presidente estadounidense había prometido verbalmente a Gorbachov que la OTAN no se ampliaría hasta incluir a las antiguas democracias populares, la OTAN aceptó en 1999 la solicitud de ingreso de Polonia, la República Checa y Hungría, para continuar con las repúblicas bálticas, Rumania, Eslovenia, Albania y Croacia (2004), con lo que, de hecho, creó un cerco alrededor de Rusia (con dos agujeros, Georgia y Ucrania). A las autoridades del Kremlin, este cerco “objetivo” les trajo a la memoria el cerco establecido por los países capitalistas en torno a la URSS durante el periodo de entreguerras y la contención de la Guerra Fría.
Esa es la causa subjetiva de la mentalidad de asedio de Putin y del endurecimiento de su régimen autoritario.
Con el pretexto de la guerra contra Afganistán, Estados Unidos instaló bases militares en las antiguas repúblicas soviéticas meridionales —Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán—, con lo que prolongó el cerco en Siberia.
No se puede ocultar el papel que ha desempeñado la ascendente rivalidad entre dos superpotencias dispuestas a ampliar o salvaguardar su área de influencia y el cerco de la OTAN.
Los dos hechos significativos son que, desde la retirada de Afganistán, Estados Unidos está decidido a evitar cualquier guerra lejana y que el Gobierno ucranio aspira a que lo protejan la UE y la OTAN.
Ahora bien, debemos tener en cuenta que Vladímir Putin tiene una sensación cada vez más fuerte de que lo que se le consiente a Estados Unidos, en particular la injerencia militar en países soberanos, se condena cuando lo hace Rusia. No tolerará que Ucrania pase a formar parte de Occidente. Sabe que, invadida Ucrania, Estados Unidos no intervendrá militarmente. Sin querer jugar a la psicología, puedo imaginar la evolución de este espíritu autoritario, que considera que las democracias occidentales son decadentes, que endurece cada vez más su régimen militar-policial en Rusia, que en 2001 creyó durante un tiempo, por su compenetración con Bush, que Estados Unidos trataría a su gran país con dignidad. Suele ocultar el hecho de que sus guerras en Chechenia y sus intervenciones en Georgia y en Ucrania en 2014 pusieron en alerta a Estados Unidos y Europa.
Putin, al principio cauteloso y astuto, se volvió audaz en 2014 y ahora actúa impulsado por una cólera terrible.
También hay que tener en cuenta que en febrero de 2022, mientras las tropas rusas se concentraban en la frontera de Ucrania, Biden pronunció un discurso inflexible, aunque incluía una frase breve pero crucial: “No entraremos en guerra”, unas palabras legítimas que, sin embargo, descolocaron a Estados Unidos en el equilibrio de poder. Y de la misma manera, ningún pueblo, ningún Gobierno de Europa se ha propuesto ir a la guerra por la Ucrania invadida, a pesar de los constantes llamamientos del presidente Zelenski y de los múltiples intentos que ha hecho Macron de negociar con Putin.
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