Los vientos helados en las cumbres, la soledad y la inmensidad de la meseta andina de Bolivia y Perú la fascinaron tanto como las ruinas prehispánicas y la gente que retrató allí en 1941. El viaje le resultó “corto, demasiado corto”, pero la fotógrafa Elena Hosmann (Buenos Aires 1887- Illinois 1966), volvió a Buenos Aires con aquel mundo metido en su cámara y un deseo: “Despertar el interés del público, para que lo conozca y colabore en conservar sus valores, antes de que sea demasiado tarde. Los medios de transporte lo acercarán cada vez más a nosotros”. Así lo puso en la introducción a Ambiente de Altiplano, un libro que la vieja editorial Peuser hizo con 148 de sus fotos y el prólogo de una de las mayores plumas bolivianas del siglo XX: Oscar Cerruto.
Un campo de margaritas a orillas del Titicaca; un sembradío de papas a 4.500 m de altura, una niña de la etnia chipaya; una mujer mamaota. También la sonrisa de una cholita [mestiza]; un mendigo violinista; un hombre mascando hojas de coca o lugareños bailando el huayño. Una terraza en Ollantai-Tambo; una ventana en Potosí, un umbral en Tihuanacu y puentes, cementerios, balcones, mercados, oficios y adornos de lana, plata y barro. Todo eso refleja el libro, que salió en 1945 y enseguida lo reseñó la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares (la primera de España sobre antropología social): “No puede dejar de contemplarle aquel que lo coja en sus manos”. “Una magnífica colección de fotografías en láminas tiradas en buen papel”. Cada imagen en blanco y negro lleva un pie, “pero donde no se habla de dominadores y opresores, sino de portadores de cultura y arte”, elogiaba.
La mirada de Hosmann era una ventana a la zona antes del gran turismo (por ejemplo, de los viajes al Machu-Picchu, hoy entre las siete maravillas del mundo moderno). “Protegido por el aislamiento, la altura, el altiplano ha conservado su carácter. Todavía se descubrirán ciudades indígenas sepultadas bajo la capa de tierra acumulada durante siglos, o la tupida vegetación que en los valles bajos teje su denso manto sobre el olvido”, escribe Hosmann. También era un aporte a campos como la etnografía y la arquitectura. Cerruto, entonces agregado cultural a la embajada de Bolivia en Buenos Aires, resalta que sus fotos reflejan el “duelo a muerte entre nativos y foráneos”, el “choque de dos almas opuestas”. Habla de los pumas y papagayos, las serpientes y flores exóticas, los cóndores o racimos de bananas con que “América se derrama en los frentes de los templos” coloniales.
“Las potencias creadoras del hombre americano no fueron quebradas por la conquista. Y después del primer golpe paralizador, renacieron con mayor pujanza. Millares de escultores, pintores, talladores, artífices y músicos anónimos continúan labrando su obra humilde en aldeas del Altiplano”, dice Cerruto, al modo de un manifiesto. Su prólogo, casi otra foto, exalta la vitalidad de un arte hecho bajo la presión de esa historia y también la de la naturaleza: “Es un mundo exánime y maldito; la tristeza hecha tierra; leguas y leguas en la que no crecen otras plantas que la paja brava y el silencio”.
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