Es difícil escapar en Cuba al ritmo de los tambores. Y de la rumba. Rumba es fiesta. Irse “de rumba” es salir a festejar, irse de juerga, de diversión. Pero bailar y tocar una rumba es cosa muy seria, como quedó demostrado esta última semana cuando La Habana fue sacudida y seducida por decenas de conciertos de diversos géneros, clases magistrales de percusión y una competencia de baterías de altos quilates. La Fiesta del Tambor, que este año celebró su XIX edición, es ya un festival consagrado y de altísimo nivel: hasta el que menos oído tenga, incluso si llega del Polo Norte, queda atrapado por los colores, ritmos y la potencia de la música afrocubana y la calidad de sus intérpretes, si son jóvenes o veteranos da igual, pues la rumba, las claves y el sonido de las congas los cubanos lo llevan en la sangre.
Difícilmente uno puede encontrar otro lugar en el mundo en el que la percusión y el tambor hayan influido tanto en la música popular, en el baile, en los géneros musicales y en el temperamento nacional. No hay idiosincrasia cubana sin tambores, sin rumba y sin baile. Lo dice el fundador y director del festival, Giraldo Piloto, sobrino del gran batería cubano Guillermo Barreto, a cuya memoria está dedicada la Fiesta del Tambor desde el año 2000, cuando se creó en el sótano de La Zorra y El Cuervo.
“El tambor es la columna vertebral de la música cubana, el hilo conductor de todos los estilos y todos los géneros que nos representan, la rumba, el son, la guaracha, el pilón, el mambo, el chachachá, el mozambique, el songo, y por ahí pa allá…. Es nuestra identidad”, afirma Piloto, que toca la batería como su tío y es director del grupo Klimax.
Estamos en el hotel Nacional, una de las sedes del festival, donde Piloto acaba de terminar una clase magistral que ha dejado a los presentes con la boca abierta y bailando en sus asientos. Muchos eran jóvenes del conservatorio, adolescentes la mayoría, estudiantes no solo de percusión, sino de diversos instrumentos, piano, trompeta, saxo, todos embelesados. Piloto puso a la gente a hacer las claves con las palmas, pa-pa-pau-pa-pa, y arriba de este mantra se montó con la batería recorriendo la historia de la música cubana, en la cual, dijo, “sin claves y sin rumba, no hay nada”.
Como parte de la lección habló del funky, del blues y del jazz, de la improvisación y de Ella Fitzgerald y su forma de interpretar How High The Moon, y de cómo “traerse” un standard como ese a los ritmos cubanos. Puso la versión de este clásico que acaba de grabar en su último disco (el décimo, titulado Mucho), con la cantante estadounidense Thana Alexa como invitada, y en su tema el jazz se convierte en timba y después en guagancó, uno de los tres “caminos” de la rumba (junto a la columbia y el yambú).
Una guaracha de los años cincuenta, grabada por la Sonora Matancera en la voz de Celia Cruz, cantaba que “todo sale de la madre rumba”; otra, de la época de la colonia, decía aquello de “por recatada que sea/ Una preciosa mujer/ En la rumba se menea/ De la cabeza a los pies”. El gran poeta y musicólogo cubano Sigfredo Ariel recordaba siempre que las primeras rumbas salieron de los barracones de esclavos de los centrales azucareros y de las periferias de La Habana y Matanzas, sus dos grandes capitales, que también aportaron sus más famosos intérpretes. Entonces la rumba y los tambores estaban mal vistos, eran cosa de negros y “de gentualla”, de “gente de arroyo” que hacía “música ruidosa y descoyuntada”.
“Las expresiones rumberas eran miradas con ojos torvos por quienes se empeñaban en blanquear la sociedad todo cuanto fuera posible”, decía Ariel, que citaba una anécdota del escritor Alejo Carpentier, de cuando el poeta surrealista francés Robert Desnos visitó La Habana a finales de los años veinte del pasado siglo y preguntó a un funcionario dónde podía ver bailar una rumba. “El funcionario miró extrañado a Desnos, diciéndole: ‘¿Qué es eso? ¡Ah, ya recuerdo! Usted debe referirse a un baile de negros que existía en tiempos de la colonia, pero esas cosas ya han desaparecido del país”.
Aquellos afanes blanqueadores fueron infructuosos. “Lo africano había alcanzado ya el tuétano de la cultura y era inútil intentar extirparlo”, explicaba Ariel. Y vaya que tenía razón. Estos últimos seis días quedó claro, La Habana se volvió loca y la magia que provocó esa locura fue el tambor, que llegó de África y lo impregnó todo.
Imposible describir con palabras lo sucedido. Dio igual el género, todo fueron conciertazos: de agrupaciones rumberas, como Los Muñequitos de Matanzas (que acaba de cumplir 70 años); de buen jazz afrocubano, como el de Real Proyect o el piquete del pianista Rolando Luna y Cuban All Stars; o de música popular de toda la vida, con Los Van Van y Habana de Primera a la cabeza, que se presentaron en el Salón Rosado de la Tropical, válvula de escape de la olla de presión que es La Habana y termómetro donde se miden las grandes orquestas, pues es una pista de baile donde caben 3.000 bailadores (ahora con aforo reducido debido a la pandemia).
En medio de esta barahúnda, como cada año se celebró una competencia de batería en la que concursaron 13 jóvenes, todos estrellas. A Piloto se le veía feliz, el festival dedicado a su tío nació con vocación de magisterio y de transmitir la tradición a los más jóvenes. En el pasado lo ganaron figuras como Yissi García o Brenda Navarrete, que tuvo una presentación de antología en el Arco de Belén; igualmente fueron magistrales las clases que ofrecieron en el Nacional Adel González (congas), Ruy López-Nussa (batería) o Eduardo Ramos (percusión), otro de los ganadores en el pasado de la Fiesta del Tambor.
Ni que decir qué siente uno al ver bailar un guagancó, la variante más popular de la rumba. Una pareja de bailadores representa una escenificación de la conquista de la mujer, especie de juego sensual de quiero-no quiero. En la coreografía, el hombre intenta poseer a su compañera, que trata de esquivarlo a lo largo del baile. Un gesto rápido con la mano, con una pierna, o un elocuente golpe pélvico, simboliza la posesión de la mujer, quien debe esquivar este movimiento que se conoce por el nombre de “vacunao”.
Suenan los tambores en La Habana, y a la gente se le va la cabeza y los pies, está en el ADN. “¡Vaya un meneo! / ¡Brincos tan altos!/ Yo me mareo/ Con tantos saltos”, que decía la guaracha. “Da igual el instrumento que uno toque, lo importante es lo que uno lleva dentro”, decía un famoso trompetista uno de estos días de ron y rumba. La Fiesta del Tambor terminó el domingo, pero todavía repican los cueros. Como exclamaba un señor al salir de uno de los conciertos: “¡Ay mamita, siento un bombo, me está llamando!”.
Gracias por leer Columna Digital, puedes seguirnos en Facebook y Twitter, o visitar nuestra pagina oficial.
La nota precedente contiene información del siguiente origen y de nuestra área de redacción.