La muerte del fotógrafo René Robert, congelado en las calles de París tras sufrir una caída, ha puesto de relevancia algo que no ignoramos y sin embargo hemos dejado de ver: cientos de personas malviven en las calles.
¿Por qué la muerte en la calle de un anciano de 84 años nos ha afectado más que la de cualquiera de los sin techo que fenecen en las ciudades supuestamente más civilizadas y democráticas del mundo? ¿Por qué tenía donde dormir? ¿Porque cayó y nadie le ayudó? ¿O porque hemos sentido que lo que le ocurrió a Robert nos podría pasar a nosotros? ¿Qué quiere eso decir? Que la convivencia se ha convertido en competencia y hemos dejado de ver. Esa es la noticia: los problemas propios no nos dejan ver los de los demás. Vivimos juntos pero aislados. ¿Qué contribuye a la deshumanización de las ciudades?
En la antigua Grecia, quien no se preocupaba por el bien común era un idioté. Quien desatendía urgencias de la comunidad para ocuparse solo de lo propio era idiota porque, aunque pueda parecer que es más fácil ser consumidor que ciudadano, el hombre es un animal social y su convivencia, en casa y en la ciudad, es intercambio, diálogo y cuidado que necesitamos para vivir.
En Europa, los centros de acogida no dejan de aumentar sus plazas. Hay 271 en Bilbao y las 1.017 camas de Madrid llegan a 2.684 durante el frío intenso. Cada día, en urbes como Tenerife o Cádiz, la red de Cáritas ofrece “café y calor”. Desde su página web, la Fundació Arrels pregunta: ¿has visto a alguien en la calle? Y ofrece información si se tiene perro, se necesita una ducha o comida. Las calles de las ciudades revelan y reflejan los valores de la sociedad que las habita. En las nuestras cada vez hay menos bancos porque es más rentable ocupar las aceras con terrazas. En el siglo XXI, los que tienen malas rachas ya no acaban “durmiendo debajo de un puente” porque hay pinchos bajo los puentes, en los alféizares de las ventanas y en las escaleras de museos como el Reina Sofía.
El banco individual ha comenzado a amueblar las urbes para evitar que los sin techo pernocten tumbados a la intemperie. Muchos lo hacen durante el día. Tienen miedo y con el sol pueden ampararse en la vigilancia no pactada que se da en el civismo. Civismo viene de civilización. Urbanidad de urbanismo. Pero hace mucho que es el negocio y no la arquitectura lo que dibuja las ciudades.
Miren a su alrededor y extráñense ante lo que nos hemos acostumbrado a ver. Muchas oficinas bancarias dejaron de poner pestillo en sus cajeros cubiertos porque con frecuencia los utilizaban los sin techo que buscaban calor y seguridad para pasar la noche. Siempre hay colas de personas esperando comida en los comedores sociales. En Madrid, en la plaza de Tirso de Molina el reparto es a las ocho de la tarde.
A esa hora, junto a los quioscos de flores se congregan decenas de personas, en general cabizbajas y con bolsas en las manos. Están, aunque ya no nos sorprendan. En la parroquia de San Lorenzo, el reparto es a las diez de la mañana. La cola lo explica a quien quiere verlo. De la misma manera que hace unas décadas cada iglesia tenía su pobre, ahora cada supermercado tiene el suyo, con frecuencia de otra raza. Cuida a los perros, abre la puerta y acumula, según el talante de los compradores, monedas o barras de pan. El que no coge algo (otra barra de pan) es considerado caprichoso. Va asociado a ser pobre el no poder elegir.
La vida errante ha formado parte de novelas que hemos leído como de aventuras —de Oliver Twist a El Lazarillo de Tormes— y que también informan de la falta de civismo de nuestra civilización. Hace 80 años, Ann Petry escribió La calle (Seix Barral) describiéndola como lugar de salvación y perdición.¿: “Si eras negra y vivías en Nueva York, mientras estabas dejándote la piel para pagar el alquiler de la porquería infecta donde vivías, la calle se convertía en padre y madre de tu hijo y se encargaba de educarlo en tu lugar. Era un padre degenerado y una madre depravada”. Lo contrario del sueño americano. Comprobar cuánto tiene en común su relato con el momento actual es estremecedor. Y una advertencia. La misma que, muy poco después, lanzó Jane Jacobs con el ya clásico Muerte y vida de las grandes ciudades (Capitán Swing), que defendía poner un ojo en los niños de tu vecina y recoger a quien se cae por la calle asegurando que el progreso no puede ser progreso si no considera esos gestos, o la posibilidad de que se den.
La ciudad acoge y expulsa a partes iguales. Hasta hace poco, la diferencia entre una u otra opción podía parecer basada en la suerte y el esfuerzo. Hoy la competencia por acceder a una vivienda es injusta cuando quienes la necesitan como derecho compiten con quienes pujan por ella como bien de inversión.
La perversión en las políticas de vivienda —vendidas a fondos buitre— no solo atenta contra la supervivencia de las personas, pone en jaque el Estado de bienestar. Y destroza las ciudades. El cambio de apartamentos por plazas hoteleras transforma los centros históricos en escenarios. Ayuntamientos como el de Palma de Mallorca o el de Barcelona han legislado para limitar esa presencia, conscientes de que perder ciudadanos es deshumanizar la ciudad.
Cuando un anciano se cae en la calle, la administración no puede presuponer que un vecino le sacará una silla. Pero el vecino puede hacerlo. Y si no es un idiota, preocupado solo por sí mismo, lo hará. La presencia de ancianos y niños por las calles de una ciudad mide la calidad cívica de la misma. Morir en la calle, como le sucedió a René Robert, sin que nadie se dé cuenta, también.
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