Olena Stadnik se tomó con cierto estupor la noticia de que el entonces presidente Viktor Yanukóvich había rehusado, y en el último momento, firmar el acuerdo de Asociación con la Unión Europea que muchos en Ucrania anhelaban. “Fue una evidencia tan clara de que para él no éramos ciudadanos sino algo así como súbditos”, incide la gestora cultural de 33 años. La decisión de Yanukóvich, aliado del Kremlin, causó a finales de 2013 un estallido de indignación en la ciudadanía ucrania, que acumulaba un hondo descontento por la situación económica y la corrupción del Gobierno. Cientos de estudiantes salieron a protestar en la capital. Y a las movilizaciones se fueron uniendo otros espontáneos. En el centro de la plaza de la Independencia de Kiev, bajo intensos copos de nieve que esponjan las aceras, Stadnik recuerda cómo aquel lugar, el corazón de las movilizaciones pro europeístas y contra la corrupción, se convirtió en un campamento de grupos variopintos. “Yo pasaba por allí cada tarde después del trabajo. Hasta que un día, helada y calada hasta los huesos, fui a una tienda cercana a comprarme unas botas nuevas y me quedé”, cuenta.
Han pasado más de ocho años desde aquellas movilizaciones, que, en gran parte según cree Stadnik, están en el origen de la crisis que vive Ucrania. Las autoridades de Yanukóvich reprimieron con fuerza las protestas, conocidas como Maidán (plaza, en ucranio), Euromaidán o “revolución de la dignidad”, y se registraron enfrentamientos violentos entre grupos radicales —también de extrema derecha, que como otros también formaron parte de las protestas—. Las movilizaciones se convirtieron en un escenario de violencia que desembocó en una crisis mayúscula. Hubo cientos de muertos. Francotiradores en los tejados. Yanukóvich terminó huyendo a Rusia. No mucho después, cuando el presidente ruso, Vladímir Putin ―que ya había impuesto represalias económicas a Kiev por su intención de rubricar el acuerdo europeo― constató que Ucrania había consagrado su giro hacia Occidente, lanzó una operación para anexionarse la península ucrania de Crimea, que coronó con un referéndum considerado ilegal por la comunidad internacional, y estalló la guerra en el Donbás contra los separatistas apoyados por el Kremlin.
Ahora, con la concentración de decenas de miles de tropas a las puertas de Ucrania y la exhibición de su potentísimo músculo militar con un gran despliegue de maniobras militares, Putin ha elevado la tensión en Europa del Este, y desatado la alarma de otra agresión militar a su vecina del oeste. Putin, que considera a ucranios y rusos como “un solo pueblo” ―y a Ucrania como un “portaviones de la OTAN” y un Estado fallido gobernado por personas que lo quieren convertir en “anti-ruso”―, sostiene que las protestas de 2013 fueron un golpe de Estado impulsado desde el exterior. El Kremlin ha declarado que la adhesión de Kiev a la Alianza Atlántica (recibió la invitación en 2008, pero su entrada parece muy lejana) es una amenaza para la seguridad de Rusia y ha amenazado con medidas “político-militares” si no se garantiza que jamás entrará.
Pero todo ese foco en la Alianza Atlántica, sostiene Svitlana Zalishchuk, que participó en las protestas y luego fue diputada con el conocido como partido de los euro-optimistas, no ofrece la perspectiva real del tablero de ajedrez del Kremlin. “Todo esto no empezó por las aspiraciones de Ucrania de unirse a la OTAN, ni siquiera se trata de la UE, pese al carácter muy europeísta de la Revolución de la dignidad y de la anterior, la Revolución naranja, de 2004. Se trata de tener a Ucrania bajo su esfera”, remarca mientras apura un capuchino en un popular café del centro de Kiev.
Las alarmas de Estados Unidos sobre que Rusia podría lanzar una invasión pronto no ha alterado mucho la cotidianidad de una ciudadanía ya exhausta por ocho años de guerra. “Para Putin, la democracia es una trampa, cualquier proyecto de democratización en el espacio post-soviético es una amenaza para él, siente que no puede dejar que suceda. Y por eso se está dando prisa”, sostiene Zalishchuk, que hoy asesora a la compañía gasista ucrania Naftogas y a la oficina del primer ministro
En los últimos años, las aspiraciones euroatlánticas se han ido apuntalando en Ucrania. El porcentaje de ciudadanos que deseaba unirse a la Unión Europea había sido alto ya antes de las movilizaciones del Maidán y superaba el 50%, según varias encuestas, pero ahora lo es aún más: un 67% de la ciudadanía votaría sumarse al proyecto europeo, según una encuesta de finales de diciembre del Instituto Internacional de Sociología de Kiev. El apoyo a la adhesión a la OTAN, sin embargo, ha crecido visiblemente desde la anexión de Crimea y el inicio de la guerra del Donbás, que se ha cobrado ya unas 14.000 vidas, según la ONU. Aquel año, un 34% se mostraba favorable a que su país fuese miembro de la alianza militar en la que también está España; ahora son el 53%.
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Las instituciones de Ucrania, un país de 44 millones de habitantes, geoestratégico para Occidente y uno de los más pobres de Europa, han experimentado grandes cambios desde aquellas protestas del Maidán. “En ese momento se trataba de la dignidad, pero no como una cosa poética: era la necesidad interna de un cambio de Gobierno y de su forma de tratar a los ciudadanos”, señala Anna Korbut, investigadora del think tank Chatham House. La lucha contra la corrupción ha estado en el centro de la agenda desde entonces, indice Vitalii Shabunin, director de la ONG Centro de Acción Anticorrupción.
Desde entonces, con el impulso de los activistas se han reformado las leyes y se han construido organizaciones anticorrupción sólidas que verifican, por ejemplo, que los diputados publiquen sus activos, que las leyes anticorrupción cuajen y que los procesos legales contra los infractores tienen resultados. “Putin está hablando de la OTAN y de las amenazas externas para ocultar sus vulnerabilidades y la realidad de Rusia. Está asustado por el éxito de Ucrania, que prueba que si la ciudadanía se moviliza puede logra cambios. Eso aterroriza a la élite rusa, que ve que su poder peligra si sucede lo mismo en casa”, cree Shabunin, que encabeza también el Consejo de Supervisión Pública de la Oficina Nacional Anticorrupción de Ucrania.
El camino no ha sido fácil, reconoce el experto anticorrupción. Y aún se enfrenta a serios problemas. Como el de su predecesor, Petro Poroshenko, el Gobierno de Volodimir Zelenski ha recibido duras críticas de las organizaciones que velan por la transparencia por sus intentos de controlar el Tribunal Constitucional y leyes como la de “desoligarquización”, que pretende luchar contra la influencia de los más ricos del país, pero que también puede ser una herramienta para sacar del mapa político a adversarios. Zelenski, cuyo entorno aparece en los papeles de Pandora por tener activos en un paraíso fiscal, se ha enzarzado en una lucha contra sus rivales, añadiendo más ingredientes, esta vez de política interna, a la crisis. Pero pese a esto, dice Olena Stadnik, las cartas están sobre la mesa: “Hay posibilidades democráticas de cambio y no un Gobierno eterno”.
La guerra es una realidad que además de robar vidas, energía y esperanzas, alimenta los populismos en la política, cree Volodímir Zinchenko. Este hombre fornido, de 44 años, se unió a las protestas con su esposa y su hijo, que entonces tenía casi tres años, cuando las autoridades empezaron a reprimir con violencia a los estudiantes. Frente al memorial con las fotos y los nombres de decenas de muertos en las movilizaciones —en su mayoría hombres jóvenes—, Zinchenko, como hicieron Olena Stadnik y muchos otros, se quedó. Y empezó a documentar con su cámara las movilizaciones. En una de las cargas policiales, recibió un disparo y perdió un ojo. Ahora, tiene una pensión por discapacidad y estudia Derecho. El Maidán ofreció grandes esperanzas de cambios en la sociedad ucrania. Pero Zinchenko considera que cuando las expectativas son altas, las decepciones también son muy grandes: “Ucrania es como un niño, el resultado de la crianza no siempre será maravilloso y nunca será rápido”.
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