Uno de los temores más extendidos entre las personas es el miedo al fracaso. Este temor, tanto en la vida personal como en el ámbito profesional, puede ser tan abrumador que, en algunas ocasiones, nos impide siquiera intentarlo. Es curioso pensar que, a pesar de la incertidumbre que nos ofrece el futuro, a menudo preferimos no arriesgarnos a fracasar. La última década es un claro ejemplo de lo impredecible que puede ser el camino de la vida y cómo nuestros planes pueden verse alterados drásticamente.
El empresario Ramón Blanco Duelo, en su libro Fracasar para avanzar, señala que a menudo nos engañamos al hacer planes y asumir que todo se desarrollará tal como lo hemos ideado. El futuro es un vasto horizonte de posibilidades que no siempre se ajusta a nuestras expectativas. Blanco argumenta que, en lugar de intentar predecirlo, deberíamos gestionarlo.
La psicóloga Olga Albaladejo añade una perspectiva interesante sobre el tema al señalar que el fracaso no debe considerarse lo opuesto del éxito, sino una parte integral del proceso. Explica que el fracaso puede resultar en una oportunidad para la reflexión y el aprendizaje, permitiéndonos reconectar con lo que realmente es importante. Sus observaciones están respaldadas por estudios sobre el crecimiento postraumático, que sugieren que, después de enfrentar adversidades, es posible desarrollar nuevas fortalezas y relaciones más auténticas. De este modo, el fracaso, si se enfrenta adecuadamente, puede actuar como una brújula que nos dirige hacia una mayor claridad en nuestra vida y objetivos.
Sin embargo, el miedo al fracaso también genera consecuencias más profundas. Blanco subraya que, en un contexto donde los ciudadanos evitan asumir riesgos, se limita el crecimiento económico. En particular, menciona que España ocupa el lugar número 15 en Producto Interior Bruto a nivel mundial, pero solo el 98 en actitud hacia el riesgo. Hay una marcada tendencia de la población a preferir trabajar para el Estado en lugar de emprender un negocio propio. Además, solo el 27% de los jóvenes españoles muestra interés en emprender, en comparación con un 60% en Estados Unidos, lo que refleja una notable diferencia en la percepción del riesgo.
Este problema se remonta a la noción de que nuestro valor personal está intrínsecamente ligado a nuestros resultados, en lugar de a quiénes somos. En una cultura donde el éxito se sobreexalta, particularmente en las redes sociales, el proceso hacia el mismo frecuentemente se pasa por alto. Albaladejo enfatiza la importancia de aprender a valorarnos independientemente de nuestros fracasos, entendiendo que cada tropiezo es parte del trayecto y no un reflejo de nuestras capacidades.
A medida que atravesamos diversas experiencias en nuestras vidas, es probable que aprendamos de cada fracaso. Blanco sostiene que a lo largo del tiempo, las experiencias adquiridas nos hacen fracasar menos, gracias a una mejor comprensión del pasado y una adaptación más eficaz de nuestras expectativas a la realidad. Así, su libro presenta casos de empresarios que han conocido tanto el éxito como el fracaso, extrayendo de ellos enseñanzas valiosas.
Entre estas enseñanzas destacan dos advertencias clave para quienes desean emprender: es preferible no asumir deudas personales para lanzar un proyecto, ya que pueden obstaculizar futuros emprendimientos; así como evitar salir de un negocio cuando existe un problema reputacional o psicológico grave, sabiendo cuándo es el momento de detenerse antes de que la situación empeore.
Al discutir el fracaso y el riesgo, es esencial reconocer que ambos son aspectos elementos del mismo viaje, uno que puede guiarnos hacia un camino más significativo si logramos transformar nuestros temores en fuentes de aprendizaje y crecimiento.
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