El sector financiero está llamado a ser una pieza clave en el freno al cambio climático. Tanto, que el Banco Central Europeo (BCE) ha tomado la delantera a la Comisión Europea en varios frentes. Opacado por el debate sobre la polémica taxonomía verde, en cuya propuesta el Ejecutivo comunitario ha optado por incluir a la energía nuclear y al gas natural, el BCE lleva meses forzando a las entidades a movilizar cientos de miles de millones para financiar la transformación ecológica de las compañías a las que prestan dinero. Fráncfort va varios pasos por delante de Bruselas en este ámbito.
Frente a la manga ancha de la Comisión, el BCE trata de forzar a los bancos a cambiar pautas de comportamiento que llevan demasiados años arraigadas. El giro se plantea en varios frentes. Primero, empujando a las entidades a limitar el crédito a medio plazo a las empresas que no cumplen unos mínimos estándares de emisiones y respeto ambiental. Segundo, con pruebas de resistencia capitaneadas por el banco central para comprobar cómo de protegidas están sus inversiones frente a los efectos del calentamiento global: inundaciones, subidas del nivel del mar, incrementos radicales de la temperatura o sequías.
Estos test, que se asemejan a los que lleva a cabo desde hace años para averiguar la resistencia de las entidades ante posibles crisis, se están llevando a cabo con un objetivo más prosaico que la protección del medio ambiente: salvaguardar la propia solvencia bancaria y, por tanto, los intereses del sistema financiero y de sus accionistas.
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