La propuesta presupuestaria publicada por el Gobierno de Biden la semana pasada plantea que, a lo largo de la próxima década, se dediquen casi cinco billones de dólares a gastos nuevos, es decir, desembolsos por encima del cálculo “de referencia” de los gastos que se producirían si no se pusieran en marcha las nuevas políticas. Parte del dinero adicional se obtendría mediante endeudamiento, pero se supone que el grueso —3,6 billones de dólares— procederá de ingresos fiscales nuevos. Sin embargo, el presidente Biden ha prometido no subir los impuestos a los hogares con ingresos inferiores a 400.000 dólares anuales. Y su presupuesto propone de hecho obtener todo el dinero adicional mediante un aumento de la factura a las grandes empresas y a los particulares con rentas altas.
Por cierto, vale la pena señalar que las dos propuestas que han atraído más atención —subir al 28% el impuesto de sociedades, que Donald Trump recortó del 35% al 21%, y volver a elevar el tramo superior del impuesto sobre la renta de las personas físicas al 39,6%— solo suponen una fracción del aumento de ingresos propuesto (poco más de la cuarta parte). Se supone que la mayor parte del dinero se obtendrá suprimiendo lagunas legales y eliminando lo que se percibe como injusticias, con medidas como dar al Servicio de Impuestos Internos (IRS por sus siglas en inglés), los recursos necesarios para detectar el fraude de los ricos, eliminar normas que permiten que muchos beneficios empresariales queden sin gravar y cerrando algunas de las principales vías de evasión fiscal de las empresas.




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