Es fácil desdeñar las lecciones que América Latina puede darle al mundo con respecto al manejo de crisis económicas. Después de todo, ¿qué puede enseñar una región en la cual siempre hay una o más economías atravesando severas dificultades? Las crisis son la norma. De hecho, el principal problema de América Latina no es su crónica inestabilidad económica, sino la falta de capacidad que muestran sus dirigentes para aprender de la experiencia. Y su propensión a entusiasmarse con políticas públicas que, es sabido, siempre terminan mal. La necrofilia ideológica, el apasionado amor por ideas muertas, reina entre políticos y gobernantes de la región.
Esto, sin embargo, no significa que no haya lecciones latinoamericanas dignas de ser tomadas en cuenta por países con economías avanzadas. De hecho, hay algunos consejos derivados de la experiencia de América Latina que el presidente Joe Biden y su equipo harían bien en tener en mente.
El primero es no faltarle al respeto al déficit fiscal. La idea de menospreciar lo que sucede cuando un Gobierno gasta mucho más de lo que recauda en impuestos tiene un largo pedigrí y es motivo de un feroz debate académico que no ha sido resuelto. En 1932, John Maynard Keynes sostuvo que las recesiones económicas pueden ser tratadas aumentando sustancialmente el gasto público. En 2002, el entonces vicepresidente de EE UU, Dick Cheney, afirmó displicentemente que “el déficit no importa”. El debate sigue vivo. En 2020, la economista Stephanie Kelton publicó un libro titulado El mito del déficit. En este best seller, la heterodoxa economista explica por qué la llamada Teoría Monetaria Moderna mantiene que un Gobierno que controla su moneda puede aumentar el gasto público tanto como quiera. De nuevo: el déficit fiscal no importa.
Es obvio que el presidente Biden ha decidido apostar a que, en efecto, el inmenso aumento del gasto público que impulsa no va a causar daños colaterales en la economía. Más concretamente, está apostando a que no será inflacionario. O que tener algo de inflación no es grave. O que, en todo caso, ese aumento de los precios es transitorio. Además, si llegase a ser muy elevada y prolongada, la inflación se puede reducir con los instrumentos de política económica con los cuales cuenta el Gobierno. Los economistas llaman a esto fine tuning, el ajuste fino de las variables económicas con el fin de enfriar una economía recalentada por el aumento del gasto público. Pero lo más importante, sostienen los defensores del gasto deficitario, es que en las economías avanzadas la inflación ya no es un problema. Desde hace varias décadas, quienes pronosticaron que surgirían dañinos brotes inflacionarios en EE UU o Europa se han equivocado. Resulta así muy fácil ridiculizar a los economistas que llevan años anunciando explosiones inflacionarias que no ocurren.
Todas estas explicaciones que buscan mostrar a la inflación como un problema que no existe, las han repetido hasta la saciedad los presidentes latinoamericanos que han aumentado desenfrenadamente el gasto público, casi siempre con resultados desastrosos. Resulta que en esos países el déficit sí ha importado. Y mucho. Se devalúa la moneda, se dispara el endeudamiento, se fugan los capitales, cae la inversión y, por supuesto, aumentan la inflación y sus devastadores efectos sobre quienes menos tienen. Estados Unidos y otros países desarrollados tienen condiciones e instituciones que los hacen menos vulnerables a estos males. Pero no inmunes. La complacencia que se deriva de esta tolerancia hacia la inflación es peligrosa.
La experiencia de América Latina es que una vez arraigada en la economía (en precios, contratos, salarios y las expectativas de la gente), la inflación es muy difícil de erradicar. Y que el fine tuning de la economía suele fallar. Y que los grandes aumentos en el gasto público estimulan el desperdicio, la ineficiencia y la corrupción.
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