Atardece a 5.350 metros de altitud y las sombras proyectadas sobre el hielo comienzan a estirarse en sentido opuesto al de la mañana. Ni siquiera se ve ya la última cordada que ha intentado hacer cima, tres puntitos negros en mitad del blanco que, tal vez con algún problema de aclimatación, pasaron cerca de Memo Ontiveros con un ritmo lentísimo pero, tras gritar que estaban bien, desaparecieron glaciar abajo. Ahora, Ontiveros —menudo, barba negra algo afilada, piel quemada aunque él diga que no se quema— es la persona que se encuentro en lo más alto en todo México, y apenas ha recogido de nuevo su artilugio, que no es precisamente una mochila. Lleva todo el día trabajando en el glaciar con su casco, lentes polarizados y crampones, y dice que no quiere saber la hora. Pero son las cuatro y media.
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5.100 metros
Cuando Marcela Fernández Barreneche leyó aquella entrevista en Medellín, probablemente en manga corta, se enteró de muchas cosas: que Colombia, su país, tenía glaciares, que hubo más pero aún quedaban seis y que existían los glaciólogos. O al menos uno, Jorge Luis Ceballos. A sus 30 años, ella —también bajita, cabello largo y llena de energía— ya había vendido dulces en la escuela, tratado de exportar café, montado una empresa de turismo responsable e impulsado PazAbordo, una caravana multicolor que, llena de activistas, recorrió 8.000 kilómetros por regiones convulsas de Colombia promoviendo el diálogo. En 2019 contactó a Ceballos y fundó Cumbres Blancas. Y aunque no está claro que el glaciar del Pico sea plenamente tropical, después de actuar en otros de Colombia, Venezuela o Ecuador, ella sabía que compartía características y urgencias. Por eso escribió a Heidi Sevestre, conocida glacióloga francesa, y ella a Memo Ontiveros. E invitaron a expertos y alpinistas mexicanos, y a himalayista Elsa Ávila, la escaladora en hielo Ixchel Foord o los fotógrafos especializados Alfredo Morán y Enrique Barquet, entre otros, se sumaron al proyecto.
Esta mañana, tras cuatro días de preparativos, Memo no ha madrugado tanto. Ha acampado al pie del glaciar y, ya con luz, asciende unos metros sobre el hielo crujiente mañanero, lee 5.100 en su altímetro de mano y dice que la primera parada de la tamalera es ahí. La tamalera, una olla a vapor, es en realidad una perforadora que funciona como un bóiler, un calentador que, conectado a la red de gas, permitiría una ducha caliente. Esta, también a gas, recibe nieve por arriba, la derrite y obtiene el vapor con el que, apuntando una manguera y un aplicador, ahora el vulcanólogo Juan Ramón de la Fuente está abriendo, lentamente, un orificio vertical de ocho metros. Memo dice que la compró el equipo de Hugo Delgado —mentor de su generación, exdirector del Instituto de Geofísica de la UNAM y coordinador en la UNESCO—, que la fabricó un noruego y que no es la única, porque sus colegas andinos utilizan similares.
A su lado, Marcela y otra ayudante toman muestras de nieve para medir el carbono que llega desde las ciudades. Hoy, los estudios químicos complementan a los radares y a la fotogrametría digital aérea, que permiten calcular la masa helada, pero Memo insiste en perforar para insertar balizas, series de cinco finos tubos de PVC que, atados con nylon, sumarán diez metros cada una. De forma puntual y luego extrapolando datos, permitirán leer, siempre que uno suba hasta aquí, los centímetros de hielo perdido.
—Cada instrumento es para distinta cosa. En Europa puedes manejar bastante bien un dron a 4.000 metros, y aunque algunos vuelan a 6.000, aquí tenemos problemas con la densidad del aire. La baliza te dice cuánto es nieve y cuánto es hielo, y eso no lo da un método a distancia.
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