Jean Castex gobierna desde hace un año Francia como gobernó durante doce Prada de Conflent –Prades en francés–, el pueblo de 6.000 habitantes cerca de la frontera franco-española y al pie del Canigó. Aquí recuerdan al primer ministro francés como el típico político local que conoce los nombres de todos los vecinos (“y de sus perros”, bromea un amigo suyo), y a la vez como el tecnócrata con tentáculos en París y un conocimiento íntimo de los engranajes del Estado.
“Es alguien sin imaginación, pero muy inteligente para conectarse con las redes del poder. No defiende ideas, sino situaciones”, dice, para explicar su pragmatismo desideologizado, uno de sus oponentes en Prada, el regidor ecologista Nicolas Berjoan. “¡Es primer ministro gracias a mí!”, sonríe Berjoan. Lo dice porque, en las municipales de 2020, en las que él también fue candidato, Castex salió reelegido con más de un 75% de votos. El triunfo irrefutable le acreditó como un alcalde popular y arraigado en su territorio: un activo para un presidente como Emmanuel Macron, acusado de vivir aislado en la torre de marfil del palacio del Elíseo.
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Cuando, unos días después, Macron le eligió para ser primer ministro, su nombre sonaba poco o nada a la inmensa mayoría de franceses. Y no porque fuese un novato. Formado en la Escuela Nacional de Administración, vivero de dirigentes franceses, Castex ( (Vic-Fezensac, 56 años) lo ha sido casi todo en la administración: desde consejero del presidente conservador Nicolas Sarkozy a responsable, con Macron y siendo aún alcalde, de organizar el primer desconfinamiento en la primavera de 2020. A la vez, es un hombre de terreno. Su marcado acento sureño, objeto de alguna burla desde cierto elitismo parisiense, se ha convertido en una marca de la sintonía con la Francia alejada de los salones y pasillos del poder.
Cuando en 2008 Castex, hijo de una maestra y del presidente de un club de rugby cerca de Toulouse, aterrizó en Prada para conquistar la alcaldía, era un desconocido, aunque tenía una conexión con la región: su esposa y madre de sus cuatro hijas, Sandra Ribelaygue. Pronto tejió alianzas con las fuerzas vivas y se imbuyó de la cultura autóctona: la lengua catalana; la veneración por el Canigó, montaña mítica del catalanismo; la Universidad Catalana d’Estiu que se celebra aquí desde el franquismo; el legado del violoncelista Pau Casals, que encontró aquí un refugio en su exilio… Y desde entonces y hasta 2020 encadenó las victorias electorales en este confín del país, uno de tantos pueblos de la llamada Francia periférica con comercios cerrados y una población que envejece: el caldo de cultivo de la revuelta de los chalecos amarillos.