El asesinato del presidente Jovenel Moïse ha abocado a Haití al borde de un abismo. Al vacío de poder y un horizonte lleno de incógnitas se suma un larguísimo historial de inestabilidad y convulsiones políticas. El primer ministro declaró el estado de sitio y amplió los poderes del Ejército ante el magnicidio, que se produjo cuando faltaban menos de tres meses para las elecciones presidenciales y legislativas convocadas para finales de septiembre.
La miseria, los embates de la emergencia sanitaria de la covid-19 y el riesgo de que se intensifique la ya dramática espiral de violencia son un cóctel explosivo que amenaza con sumir al país caribeño en un pozo sin fondo. La comunidad internacional debe hacer lo posible para impedirlo.
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Haití es el epítome de las desgracias que puede sufrir un país con instituciones frágiles. La muerte de Moïse, que llevaba meses denunciando un intento de homicidio, supone la última sacudida que contribuye a enturbiar el panorama. La incertidumbre es enorme, nadie está en condiciones de predecir el desenlace de esta crisis, que va de un improbable Gobierno de coalición a un adelanto electoral.
El mandatario tenía una larga lista de enemigos: rivales políticos, un grupo de familias que buscan hacerse con el control del sector eléctrico y el crimen organizado, cada vez más poderoso. Además, el hecho de que, según el embajador de Estados Unidos, los mercenarios que lo asesinaron a tiros la madrugada del miércoles se hicieran pasar por agentes de la agencia antidrogas de Washington y hablaran español entre sí durante el ataque contribuyó a disparar las especulaciones. Las autoridades haitianas mataron a cuatro de los presuntos responsables y detuvieron a otros dos, pero aún no hay claridad sobre las líneas de investigación.