Resulta irónico, por no decir absurdo, que uno de los derechos más presumidos por el Estado mexicano sea el Derecho a la Información. Se nos repite hasta el cansancio que vivimos en una era de transparencia, de acceso a los datos públicos, de comunicación constante. Y sí, en el discurso suena muy bien: el ciudadano informado puede exigir, decidir y participar…pero en la práctica, ¿de verdad tenemos acceso a la información?
Vivimos en un país donde todo parece estar diseñado para “simular” que los derechos se cumplen. Y el derecho a la información no es la excepción. Se promueven plataformas digitales para consultar trámites, registros o datos gubernamentales, pero ¿qué pasa con la mitad del país que no tiene acceso a internet estable, o que ni siquiera cuenta con señal en su celular?
Tomemos un ejemplo muy concreto y dolorosamente cotidiano: los hospitales públicos, llámense Hospital General, IMSS, o ISSSTE. Si el derecho a la información incluye poder comunicar, saber, compartir o solicitar datos —sobre la salud de un familiar—, ¿cómo se ejerce ese derecho cuando te encuentras dentro de un hospital donde no hay señal, ni red Wi-Fi, ni siquiera un enchufe donde cargar el celular?
Muchos dirán que los hospitales no son “centros de carga gratuitos”, pero entonces habría que preguntar: ¿qué es más necesario, cargar un teléfono en el aeropuerto para subir una foto del viaje, o poder comunicarte con la familia para informar el estado de salud de tu ser querido? En los aeropuertos, donde el tiempo se pierde entre esperas cómodas, hay conectividad, enchufes y hasta Wi-Fi gratuito. En cambio, en los hospitales —donde la gente sufre, se angustia y espera noticias vitales— el Estado desconecta a la ciudadanía.
Esa desconexión no es sólo tecnológica; es también simbólica. Nos muestra un sistema de salud que ve a las personas como un simple número, no como ciudadanos con derechos. La información, en esos espacios, se convierte en privilegio. El familiar que logra hablar con el médico o con una enfermera obtiene una “ventana” de información que otros no tienen. No hay transparencia en los procesos, ni canales efectivos para saber qué ocurre. Y mientras tanto, el discurso oficial sigue hablando de “gobierno abierto”.
El derecho a la información debería traducirse en poder estar informados en todo momento, especialmente cuando se trata de la salud, la seguridad o la vida de una persona. No es sólo un derecho digital ni burocrático; es un derecho humano. Y sin embargo, se ha reducido a portales web y campañas publicitarias.
El ciudadano común no pide mucho: sólo poder saber, entender y comunicar. En los hospitales bastaría con colocar zonas de carga, mejorar la señal de celular o permitir puntos de acceso Wi-Fi gratuito. Medidas simples, pero que dignifican. Porque estar “conectado” no significa sólo tener internet, sino poder mantener el vínculo con quienes están fuera esperando. Significa tener acceso a la información real, no sólo a la que el gobierno decide compartir en sus páginas.
El artículo 6 de nuestra Constitución reconoce el derecho a la información como garantía fundamental. Pero como muchos otros derechos, depende de las condiciones materiales para poder ejercerse. ¿De qué sirve tener leyes de transparencia si no hay medios para ejercerlas? ¿De qué sirve hablar de acceso digital cuando en los hospitales públicos no puedes ni hacer una llamada porque la señal se corta?
Esto revela algo más profundo: la desigualdad informativa. No todos tenemos el mismo acceso a la información, y eso genera una brecha que también es una forma de injusticia. Mientras unos pueden consultar todo en segundos desde su smartphone, otros dependen del “aviso” de alguien más o de lo que alcance a decirles un trabajador saturado del hospital.
En un país que presume ser moderno y conectado -como Dinamarca- la realidad es que la mayoría de los ciudadanos seguimos desconectados del derecho a saber. Y no por falta de interés, sino por falta de infraestructura, empatía y voluntad institucional.
Quizás sería hora de repensar qué significa realmente el derecho a la información.
No es sólo tener datos abiertos ni plataformas de transparencia. Es poder comunicarse, preguntar, recibir respuestas y no quedarse en la incertidumbre. Es garantizar que en un momento de angustia —como en un hospital— no tengas que salir a la calle buscando señal para avisar que tu familiar sigue vivo.
Mientras no logremos entender que la información es un puente de humanidad y no un trámite digital, seguiremos viviendo en un país donde el derecho existe… pero no se puede ejercer.
Porque sí, el derecho a la información puede estar en la Constitución, pero si en la vida cotidiana seguimos “sin señal”, entonces ese derecho está tan desconectado como nuestros celulares en la sala de espera del Hospital, por recordemos amigo que la justicia no solo es teoría, es vida cotidiana.






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