Sí, el bacon le gusta muy crujiente. Sí, según una teoría viralizada hace años, todo el mundo se encuentra a seis grados de separación de él como máximo. Sí, es Kevin Bacon (Filadelfia, 62 años), famoso, a su pesar, por cosas tan triviales como esas. “Famoso por ser famoso”, dice casi compungido. Lleva más de 40 años dejándose la piel en cine, televisión, teatro y música y la gente lo primero que le pregunta o le saca a relucir son estas anécdotas en vez de su trabajo en obras de primer orden a las órdenes de Clint Eastwood en Mystic River (2003) o de Oliver Stone en JFK (1991).
En Temblores (1990) o en I Love Dick (2017-2018), la serie basada en la novela de Chris Kraus. Apurando, prefiere hablar hasta de Footloose (1984), aquella película sobre adolescentes que bailaban en contra de la normativa municipal y que fue su primer e indeleble éxito (eso sí, sigue pagando a los DJs para que no pongan la canción de Kenny Loggins de la banda sonora cuando le ven aparecer).
A Kevin Bacon le precede su nombre. Y eso que se largó de Hollywood cuando Footloose todavía era uno de los diez taquillazos del año. Él quería ser “actor de personajes”, un tipo respetado. Rechazó los protagonistas huecos y se quedó con los secundarios jugosos, una estrategia que muchos llamarían suicida, pero que le ha regalado tranquilidad personal y longevidad profesional. Sigue trabajando a razón de varios títulos al año. Lleva 33 casado con la misma mujer, también actriz Kyra Sedgwick.
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Bacon se nos aparece abierto y amable. Contesta por Zoom, ante una estantería llena de VHS caseros de los noventa, desde su granja al norte del Estado de Nueva York. Se extiende en sus respuestas. Es transparente y cercano. Sigue sin conectar con el actual culto a la fama. Recuerda que quiso ser famoso una vez, y sospecha que se debió al hecho de ser el menor de seis hermanos.
“No solo era el más joven, sino que había una gran distancia entre ellos y yo”, rememora. “Mis padres tuvieron cinco hijos muy seguidos, pasaron ocho años y de repente aparecí yo. No sé qué fue antes, si el huevo o la gallina… pero antes de saber qué era ser actor, recuerdo que quería que me vieran, que me prestaran atención, quería actuar. No te metes en el trabajo de la interpretación si no es para que la gente vea lo que haces”.
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Se marchó a Nueva York con 17 años en busca de lo que hoy detesta, ser una estrella. “La gente se sorprende cuando lo admito, pero es así: me llamaba la fama. Y el dinero, y las mujeres. Quería mis portadas de revistas, soñaba con ver mi nombre en carteles gigantes”, prosigue. Empezó a estudiar interpretación y eso lo cambió todo. “Lógicamente, aún quería seguir siendo famoso, eso no lo escondo, pero me enganché a la interpretación desde un punto de vista creativo. De repente, mi sueño se transformó en ser buen actor, simplemente. Me di cuenta de que ni yo era muy bueno ni la fama era fácil, así que iba a tener que trabajar a destajo para lograrlo. El éxito pasó a ser algo secundario”.