La agresión de Bielorrusia a Polonia le ha hecho redescubrir de manera brutal su interdependencia con Europa, que ha acudido rauda en su ayuda porque su frontera es también la nuestra: la pura realidad física se impone. Y es que nada ayuda a proyectar con más fuerza un imaginario que la tierra en la que plantamos nuestros pies.
“Un buen lugar para entender el presente y plantearse preguntas acerca del futuro es sobre el terreno, viajando con la mayor lentitud posible”, dice Robert Kaplan en La venganza de la geografía, y tiene razón: Afganistán y la crisis polaca nos enseñan que nuestra cercanía con África, con el Próximo y Medio Oriente y con Rusia nos distancia de Estados Unidos por una cuestión tan aparentemente trivial como la vecindad. En épocas de agitación, “aumenta la importancia de los mapas”, y Europa, antes que nada, es una unión geográfica. Lo difícil es convertirla en un espacio político y cultural coherente.
La globalización muta la protección de las fronteras en una suerte de defensa psíquica que concentra nuestro temor a la disolución de las identidades nacionales. Quizás por eso, como afirma J. Gray, el “Brexit fue una revuelta contra la globalización”. Pero hay una fuerza antidemocrática que empuja cada vez más lejos de la Unión a Polonia y Hungría. La primera se niega a aceptar la ayuda de Frontex en esta crisis humanitaria; y el TJUE acaba de condenar al Gobierno de Orbán por perseguir a las ONG que ayudan a los refugiados. La frontera se convierte en mera maquinaria defensiva que debe protegerse a cualquier precio, incluso al de convertir vidas en una amenaza para la integridad del territorio. ¿Qué nos diferencia de esa Bielorrusia que usa los cuerpos de los refugiados como puros instrumentos de guerra? Observamos de nuevo el vaciamiento descarnado de la vida.
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