Hace un siglo, ingenieros de General Motors y Du Pont crearon un gas inerte al que llamaron freon. Se trataba del primer clorofluorocarburo (CFC) y permitió la democratización de los frigoríficos primero en Estados Unidos y después en el resto del mundo. Tras la II Guerra Mundial, su seguridad y, por entonces, ausencia de toxicidad provocaron la llegada del aire acondicionado a edificios y coches y, como propelente, a todo tipo de botes y envases. Pero, en 1974 el mexicano Mario Molina demostró cómo una sustancia química inocua para los seres vivos podría acabar con la vida: al interaccionar con la radiación solar en las partes altas de la atmósfera, los CFC estaban abriendo un agujero en la capa de ozono. Ahora, un estudio muestra cómo químicos de uso generalizado degeneran en compuestos más persistentes, bioasimilables y probablemente tóxicos.
A Molina, aquel descubrimiento le hizo merecer el Nobel de química de 1995. Al conjunto de las sociedades, ayudó al avance regulaciones para controlar la distribución, comercialización y uso de cada nueva sustancia que la industria química imaginara. Marcos legales como el Convenio de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes (COP) obligan a limitar y eliminar aquellos que se demuestren dañinos para los seres humanos y el medio ambiente. También exigen mantener listados de nuevos compuestos que pudieran ser peligrosos y al sector químico a demostrar que sus productos no lo son.
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Pero el análisis del aire de 18 grandes ciudades del planeta muestra que aquel esfuerzo, aunque necesario, casi es poner puertas al campo: compuestos comercialmente aprobados presentes en materiales aislantes, cualquier mueble con algo de espuma, teléfonos móviles y todo tipo de aparatos electrónicos se convierten en sustancias peligrosas al llegar a la atmósfera. El trabajo se ha centrado en una decena de retardantes de llama organofosforados, un tipo de químicos ignífugos relativamente recientes. Esta investigación, publicada en Nature, muestra que, sometidos a la radiación solar, inician una serie de reacciones químicas que convierte a aquellos químicos primarios en otros secundarios no controlados hasta ahora.
John Liggio es químico de la división para la investigación de la calidad del aire de Environment and Climate Change Canada, una agencia estatal del país americano. Liggio, junto a colegas de centros de investigación de Estados Unidos, China y Europa, es el principal autor de este estudio de Nature. En el laboratorio, investigaron en qué se convertían esta decena de retardantes de llama al someterlos a la acción de la luz (foto oxidación). Obtuvieron 186 nuevos compuestos. Con su estructura y composición ya conocidas, revisaron las muestras de aire recogidas en 18 grandes ciudades, encontrando una treintena de sustancias secundarias es decir, productos de degradación. Liggio asegura que ninguna de ellas “está incluida hasta hoy” en los listados de químicos a vigilar. Y pueden ser muchas más, “cada compuesto primario puede formar una docena de secundarios”, detalla.
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