El lunes 3 de mayo, Nayib Bukele reunió a casi todos los representantes diplomáticos acreditados en El Salvador para montar una escena: durante casi dos horas, después de convocarlos a una reunión privada en la Casa Presidencial, el joven mandatario se quejó porque algunos de sus países habían condenado públicamente la destitución de todos los miembros de la Sala de lo Constitucional y del Fiscal del Estado; una jugada política ejecutada por la nueva Asamblea Legislativa —de mayoría oficialista— dos días antes, el sábado 1 de mayo, y que fue leída por la comunidad internacional como un golpe a la separación de poderes y un anticipo de lo que se venía con el Congreso controlado por su Gobierno.
A casi dos años de asumir la presidencia de El Salvador, del idilio de Nayib Bukele con Washington —”su aliado más importante” dijo luego de llegar al poder en 2019— y de la relación de adoración que tenía con el Gobierno de Donald Trump, ya no queda casi nada. La llegada de Joe Biden al poder cambió radicalmente las cosas. Mientras que a Trump prácticamente lo único que le importaba era que El Salvador detuviera la migración y las caravanas y “no le interesaba mucho la concentración de poder y otras cosas”, explica Geoff Thale, presidente de la Oficina de Washington para Latinoamérica (WOLA), “la Administración Biden es distinta. Su visión es que para detener la migración tiene que haber un compromiso para frenar todo lo que la causa, que incluye la corrupción, la falta de institucionalidad, la falta de seguridad, la impunidad…”.
Como apuesta diplomática, aquella parecía una escena delirante: con los delegados extranjeros ubicados como un decorado para su discurso, Bukele dijo que “no había nada que condenar”; les habló de su popularidad y de los votos que había sacado en las elecciones, se quejó de la ausencia del encargado de negocios de los Estados Unidos, les leyó artículos de la Constitución desde su teléfono y repitió que estaban equivocados: “El hecho de que cinco personas piensen lo mismo no quiere decir que tengan razón. En Alemania, decena de millones de personas pensaban que estaba bien quemar judíos en un horno. Es decir, mucha gente puede estar equivocada”, dijo en esa reunión. Primer plano a su cara: gesto solemne. Al otro día, rompiendo la privacidad que les había prometido, transmitió la reunión por cadena nacional. En un punto, al menos, nadie se equivocaba: aquello parecía un anticipo de una nueva fase en su Gobierno.
Las cosas empezaron mal desde el principio, con una selfie que no pudo ser: en febrero, según reportó AP, antes de las elecciones legislativas en su país, Bukele hizo un viaje no anunciado a Washington con la intención de reunirse con algún representante del nuevo Gobierno de Biden, pero nadie lo recibió. Más allá de los protocolos, los funcionarios de Estados Unidos —un país donde viven dos millones y medio de salvadoreños que aportan la mayor parte de las remesas que representan más del 20% del producto interior bruto del país— querían evitar, justamente, que un encuentro así pudiera ser utilizado como una señal de respaldo antes de la votación. El presidente salvadoreño desmintió que su viaje tuviera otras intenciones que no fueran personales, pero no tardó en tomar revancha: en abril, Bukele dejó plantado al enviado especial de Estados Unidos para el Triángulo Norte, Ricardo Zúñiga, quien terminó su gira por Centroamérica sin poder reunirse con el mandatario en medio de la primera crisis migratoria de la era Biden.
La nota precedente contiene información del siguiente origen y de nuestra área de redacción.