En 2007, la subida del precio de la tortilla de maíz sacó a las calles de México a miles de personas y obligó al Gobierno a firmar un acuerdo para estabilizarlo. En 2013, el incremento del precio del billete de transporte público generó violentos disturbios en Brasil. Y en 2018, los chalecos amarillos sembraron el caos en Francia durante meses ante el aumento del precio de los carburantes. Cuando un bien o servicio que se utiliza cotidianamente sube de precio, las reacciones pueden llegar a ser viscerales. Y en España el precio de la electricidad vive un ataque de esquizofrenia. En una escalada desde hace semanas, las tarifas por tramos horarios deja diferencias pasmosas.
El pasado domingo a las cuatro de la tarde marcó un precio de 7 euros por megavatio; dos días después, el martes a las ocho de la mañana se encaramaba al máximo histórico con una cotización de 111 euros. Por eso, el repunte de lo que se paga por la luz en España se ha convertido en una cuestión explosiva políticamente. Y a diferencia de otras controversias, la asignación de culpas se difumina: unos señalan al Gobierno —que ha decidido rebajar la fiscalidad de la energía—, otros acusan a las eléctricas de multiplicar sus ingresos a costa del bolsillo de los ciudadanos, y el resto apunta a la propia dinámica del mercado, con el precio del gas disparado y los derechos de emisión de dióxido de carbono encareciéndose.
¿Un problema del mercado?
Los precios en el mercado diario se fijan a través de un proceso de casación en el que las comercializadoras y generadoras de electricidad lanzan sus ofertas para cada hora del día siguiente: las fuentes más baratas —nuclear y renovables—, son las primeras en entrar; las más caras —como el ciclo combinado—, son las últimas. Pero finalmente todas las centrales acaban recibiendo el precio de la última oferta que cubre la demanda, la más cara, independientemente de sus costes de producción. Esto es lo que se denomina sistema marginalista, por la que la última energía en entrar en el sistema marca el precio del resto.
El sistema no es exclusivo de España: se utiliza en toda la UE, pero varios expertos consultados le ven margen de mejora. Natalia Fabra, Catedrática de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid, explica que el mercado eléctrico es atípico frente a otros. Mientras en el caso del audiovisual la tecnología dominante —ya sea VHS, DVD, Blu-Ray o streaming—, suele desplazar a las otras e imponerse, en la electricidad hay una coexistencia irremediable. “Nos gustaría que todo fuera hidráulico como en Noruega, pero hay una limitación natural. Luego tenemos limitaciones legales a las nucleares porque no queremos tener más. Y renovables como la eólica y la fotovoltaica son intermitentes, no se pueden almacenar, por lo que no nos garantizan el suministro cuando no corre el viento ni brilla el sol”.
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Esas barreras hacen que sea necesario que a veces las centrales de ciclo combinado entren en juego para cubrir la demanda de energía, y en medio de los altos precios del gas y de la escalada de los derechos de emisiones de CO₂ por el objetivo de Bruselas de descarbonizar la economía, el hecho de que el precio que se paga a todos los genedores lo determine el último megavatio (MWh) que entra en el mercado, casi siempre procedente de las centrales de ciclo combinado, encarece al mismo nivel la fotovoltaica, la eólica o la nuclear.
Fabra cree que el sistema de casación de precios funciona bien al ir incluyendo primero las energías mas baratas, pero que luego no es el más eficiente. “No hay ninguna razón para que a todas ellas les paguemos como a la más cara. Tenemos que desligar la casación de la liquidación”, reclama. Y se vale de una comparación similar a la que ha hecho célebre el periodista de la Cadena SER, Aimar Bretos, para ilustrarlo. “Es como si pagásemos las salchichas de cerdo a precio de solomillo”, dice en referencia a los ingresos extra que reciben las eléctricas por energías tan baratas como las renovables, sin apenas costes de mantenimiento, y que dependen de factores naturales gratuitos para funcionar.