Aprovechar las aptitudes de las mujeres en el mercado laboral es beneficioso desde el punto de vista económico y mejora el bienestar de los niños tras su primer año de vida. Una mayor implicación del padre en esos primeros años de crianza también tiene claros beneficios para el niño. Así pues, un contrato social que reequilibre las responsabilidades cuidadoras entre hombres y mujeres y convierta en retribuido el trabajo no remunerado de las segundas haría que nuestras sociedades fueran más ricas y más justas.
Son muchos los modelos que implican una mayor asignación de recursos públicos a la provisión de una atención infantil asequible y de calidad. Que ese apoyo prime un cuidado de base más familiar u otro más centrado en servicios externos al hogar es una elección que, idealmente, debería dejarse en manos de los individuos y las familias.
Lo ideal sería que los gobiernos proporcionaran un menú de opciones para las familias —bajas por maternidad y paternidad, o mejor aún, permisos parentales que se puedan compartir— con financiación pública tanto para el cuidado infantil institucionalizado fuera de casa como para el que se realiza en el hogar. Las elecciones y decisiones que se tomen en ese sentido son muy personales y dependen en gran medida de las circunstancias individuales. El cambio crítico que se debe producir es que se deje de ignorar, o de dar por supuesto o por descontado, el cuidado de los miembros de la generación más joven encasillándolo en la categoría de trabajo no remunerado.
Tiene que convertirse en una parte esencial de la infraestructura de los servicios públicos, como lo es la sanidad o la educación. También debe ser flexible para dar cabida a los modos en que la organización tanto del trabajo como de las familias está cambiando. Si se hace así, mejorará las vidas tanto de los hombres como de las mujeres, hará que los niños cuenten con un apoyo más efectivo y creará un empleo que será femenino en muchos casos.
Sin embargo, las políticas por sí solas no bastan; el contrato social tiene que cambiar dentro del hogar también. Como ya hemos visto en Japón y en Corea, hasta la más generosa política de permisos de paternidad del mundo no funcionará sin un ajuste de las actitudes sociales. Los países nórdicos sirven de interesante contraste en ese sentido. Allí el contrato social ha evolucionado durante décadas hasta ser el que es hoy: un contrato caracterizado por altos niveles de empleo femenino, un generoso apoyo público estatal y una mayor asunción de trabajo no remunerado por parte de los hombres.
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¿Podemos permitirnos introducir una modificación tan sustancial en nuestro contrato social? Yo diría más bien que lo que no podemos permitirnos es no hacerlo. Las estructuras familiares están evolucionando con rapidez: las parejas se casan más tarde y las mujeres comienzan a tener hijos a mayor edad; hay más familias monoparentales; las poblaciones están envejeciendo, y las tasas de natalidad caen en todo el mundo salvo en África.
Necesitamos que nuestro contrato social se ponga al día de las necesidades de las familias y las economías modernas. Posibilitar que más mujeres hagan uso de sus talentos en los entornos laborales servirá para incrementar la producción, la productividad y los ingresos fiscales muy por encima del coste que pueda suponer la provisión de un mejor apoyo público a los servicios de atención a la infancia. Implicar más a los padres varones en ese cuidado también mejorará el bienestar de los niños y nos permitirá criar a una generación joven más productiva, cuyos mayores ingresos aporten también ingresos tributarios añadidos para las pensiones y la atención sanitaria de una generación de mayores que no dejará de crecer.
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