La historia de la humanidad es un tapiz de hilos infinitos. Desde los patrones textiles de antiguas civilizaciones o las ruecas de los cuentos hasta el espacio digital actual, todo lo humano se ha ido tejiendo y fijando en el tiempo. Somos hebras conectadas, enredadas en… el gran telar del universo. Esta imagen brota al instante ante el título de la muestra de la diseñadora Hella Jongerius, Kosmos weben (tejiendo el cosmos), escrito en un panel ante el Museo Martin Gropius Bau, en Berlín. Uno que a ella no le gusta. “Tiene una foto anodina”, afirma. Lo que viene a significar vulgar en el lenguaje del diseño contemporáneo, sector del que ella procede y donde ocupa palco desde hace años: por su aproximación innovadora a la relación entre materiales, objetos y consumidores; por su manera de combinar lo industrial y lo artesanal; la tecnología y la tradición, y por dar protagonismo a los colores.
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Todo ello a través de trabajos variopintos en cerámica, textiles, cristal… Desde jarrones o sofás (el Polder, entre otros) hasta la colección de colores de Vitra (como directora de arte); desde clientes como Ikea o KLM hasta las mismísimas Naciones Unidas. Obras caras o baratas, tanto da; muchas son ya parte de colecciones internacionales, del MoMA o del Centro Pompidou.
Justo al lado del foodtruck instalado en el jardín del Gropius Bau, aparece Hella Jongerius (Utrecht, Holanda, 1963), puntualísima. Un día vestida con un pantalón largo multicolor, camiseta y chaqueta azules pero de distinto pantone, y al siguiente, con otro corto y sandalias peregrino que luego cambiará por zuecos de plataforma para las fotografías. Tiene ojos de un azul intenso y manos muy trabajadas. Al hombro, siempre, una ligera bolsa multiusos de colores, de la que extrae toda una parafernalia de objetos: teléfono móvil, varios cuadernos, llaves de la bicicleta, una botella de agua… Un look muy berlinés, común en esta ciudad naturalizada y artística. Por eso, entre otras cosas (“vivía en el territorio del confort en Holanda”), dice que se mudó a la capital alemana en 2008 e instaló aquí su estudio, el Jongeriuslab, fundado en Róterdam en 1993.
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Lo que, unido a su pasión tejedora, hace brotar, de nuevo, otra imagen clásica de un tiempo: la de esas parlamentarias del partido verde alemán que hacían punto mientras seguían las sesiones políticas. Ella es así desde sus inicios: feminista, política, ecologista, investigadora, artesana, multidisciplinar. “En mi época todos éramos creativos, no había ni televisión, ni redes sociales; la diversión era inventar”, cuenta.
Jongerius va al grano todo el rato, le cansan los lugares comunes. Tiene dos hijos adolescentes, sí. Y punto sobre su vida privada. ¿Cuál es su color preferido? (pregunta obligada en referencia a su libro, un clásico, No tengo un color favorito). “Uf”, resopla. Y punto. Sufre al posar ante el fotógrafo, recorta los tiempos. Prefiere hablar de materiales, de cuestionar su función, su significado o la sostenibilidad de su producción; del futuro de la humanidad… “El artista tiene que dejar de mirarse a sí mismo, debe mirar al exterior, contar el mundo que tenemos, denunciarlo y ayudar a regenerarlo”, afirma.