La justicia en México enfrenta un reto crucial: la resistencia al cambio, un fenómeno que no ocurre por azar, sino como resultado de una estructura institucional que favorece la opacidad y la simulación. A pesar de las promesas de modernización tras la reciente reforma judicial, la creación de nuevos órganos —como el Tribunal de Disciplina Judicial y el Órgano de Administración Judicial— ha servido para reciclar viejos problemas bajo nuevas denominaciones. ¿De qué sirve rediseñar estructuras cuando las dinámicas de control político siguen intactas?
La legitimidad electoral de jueces y magistrados puede parecer sólida; sin embargo, oculta un vacío de poder real y una peligrosa politización que compromete la independencia del sistema judicial. La fuga masiva de personal técnico, lejos de ser un caso aislado, refleja un entorno laboral tóxico, donde la presión política y la falta de autonomía son la norma. Esto pone en peligro no solo la calidad de la justicia, sino también la confianza ciudadana.
La fragilidad institucional del Poder Judicial no puede evaluarse simplemente por la cantidad de leyes o reformas implementadas. Se manifiesta en su incapacidad para asegurar una justicia imparcial. Actualmente, los mecanismos de control interno son ineficaces; los procesos disciplinarios carecen de transparencia, y la carrera judicial está marcada por prácticas de nepotismo. La Contraloría del Poder Judicial, que debería actuar como un contrapeso técnico, opera sin la autonomía necesaria para realizar una fiscalización profunda.
Lo más alarmante es la cultura judicial que normaliza la simulación. En este contexto, se tiende a cumplir con la forma sin atender al fondo. Se sanciona al más débil, se protege al aliado y se manipulan las estadísticas. Esta lógica reproduce la impunidad y erosiona la confianza pública, resultando en un sistema donde la justicia se ve comprometida.
Comparativamente, otros países han abordado este dilema con reformas significativas. En Suiza, por ejemplo, los jueces disciplinarios son nombrados por el Parlamento mediante criterios claros y predecibles. En contraste, en México, los nombramientos suelen ser el resultado de negociaciones entre elites judiciales y políticas, careciendo de transparencia.
El futuro de la justicia no radica en reformas superficiales. Es imperativo rediseñar el sistema con principios de transparencia, participación ciudadana y evaluaciones externas. La justicia debe dejar de ser un feudo cerrado, abriéndose al escrutinio público y rindiendo cuentas mediante indicadores verificables.
Esta fragilidad institucional no es un accidente; es una decisión política que requiere una atención decidida y acciones concretas para restaurar la confianza en el sistema judicial.
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