Con tanta frontera irlandesa y tanta pandemia, se nos ha olvidado de qué iba de verdad el Brexit. En su origen, el Brexit fue un proyecto nativista, cuyo principal objetivo era reducir la inmigración europea al Reino Unido. Después, como todo delirio populista, la bola se fue haciendo más grande, hasta que el Brexit se convirtió en un extraño proceso a mitad de camino entre la nostalgia imperialista y la promesa de un futuro menos cordial, pero mejor. Una bola que ya nadie podía controlar, principalmente porque nadie sabía de qué estaba hecha.
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Lo que Cameron había comenzado con unas ideas claras, aunque poco factibles, (limitar la inmigración, liberalizar sectores, reformar la Unión), tomó forma propia y acabo cobrándose dos primeros ministros y regalándonos a Boris Johnson, cuyos principios son tan firmes como los de aquel Marx que no se llamaba Karl. El lío tremendo que se formó en el Parlamento británico durante el proceso de divorcio y la insistencia casi suicida de la élite política británica en no aceptar ningún análisis fáctico de la situación que se desviara de sus ideales nacionalistas, creó aquellos barros de los que vienen estos lodos.
Ahora que el Reino Unido ha recuperado el control de su política migratoria con la infame Priti Patel al mando de las fronteras y una pandemia que ha reducido temporalmente los flujos migratorios, Johnson y compañía se encuentran con que la Pérfida Unión no les deja exportar salchichas a Belfast y todo se va otra vez al carajo. “Si esto iba de recuperar el control ¿por qué no puedo hacer lo que me dé la gana con mis salchichas?”, piensan en Londres. Eso es lo que pasa cuando uno se mete de cabeza en un berenjenal geopolítico sin tener ni la más mínima idea de cómo va a salir de él.
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El llamado acuerdo de Nochebuena que regula las relaciones comerciales y de cooperación judicial y policial entre el Reino Unido y la Unión Europea es un acuerdo de mínimos. Lo más importante para Johnson era evitar una salida sin acuerdo, y para ello suscribió un tratado tan sumamente absurdo que ni siquiera tiene un capítulo dedicado a la provisión de servicios, uno de los puntos fuertes de la economía británica y, también, uno de sus mayores sectores de exportación. Yo me imagino a Johnson, llegando tarde, despeinado y confiado en su hubris, en su legendaria buena estrella, a firmar el tratado con la Unión a última hora y leyéndose por encima todo ese rollo de Irlanda del Norte. “Una frontera, dicen”, piensa mientras manda callar con la mano a sus asesores más experimentados, “eso ya lo veremos”.
Seis meses después, en Belfast no pueden desayunar salchichas, la Unión de su Reino se le va al cuerno, su lugarteniente Patel se dedica a retener a ciudadanos europeos en centros de detención de inmigrantes, en Bruselas ya nadie se acuerda de él, y sigue sin tener ni idea de cómo acabará la historia. Hasta a Johnson se le acaba la suerte. Buena moraleja para esta, y otras historias cercanas.



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