Un homenaje hecho realidad, es el bar Maxwell en Navy Yard, Washington donde una canción (Bejeweled) del álbum Midnights es inspiración para toda la temática que rodea este establecimiento. Muchos fans de esta cantante forman filas y filas para lograr entrar al bar, donde pueden hacer coreografías de TikTok y corear al unísono las canciones de Swift, solamente un verdadero swiftie se adentraría a este peculiar bar, ya que durante todo el tiempo se reproducen canciones de esta famosa cantante.
Además del bar, diciembre ha llenado la capital federal de eventos monográficos, cartas de cócteles inspiradas por Swift y fiestas de Nochevieja dedicadas a su figura. Teniendo en cuenta que esta no es, por decirlo sin ofender a nadie, la ciudad más pop de Estados Unidos, la suma de tanto homenaje podría servir para dar la razón a Daniel, que visitó hace un par de sábados el Maxwell porque considera que “Taylor es el icono cultural más importante de nuestro tiempo”.
Cromatismos aparte, Swift se ha pasado el otoño subida a la conversación nacional. El lanzamiento de su último disco fue un gigantesco acontecimiento que batió récords: Billboard certificó la venta de casi 1,6 millones de ejemplares en una semana y ella se convirtió en la primera artista en ocupar los 10 primeros puestos de la lista de éxitos. El álbum se coronó también como el más reproducido en la historia de Spotify en el día de su estreno, con 185 millones de clics. Lo primero, en un contexto de atomización y declive del mercado físico, describe un caso extraordinario de concentración del gusto y de dominio de las nuevas reglas del juego: las ventas en vinilo superaron el medio millón, en parte, porque se distribuyeron en ese formato con cuatro portadas y cinco colores de disco distintos, pensados para coleccionistas. Lo segundo habla de la maestría de la cantautora en otro arte: el del suspense.
Cuando aún no había aflojado la intensidad discográfica, la cantante protagonizó involuntariamente un escándalo de semanas por la gestión de la multinacional Ticketmaster de la preventa de las entradas de su próxima gira, The Eras Tour, la primera en un lustro. Los asiduos a los grandes espectáculos en directo llevan sufriendo años un sistema que, además de abusivo, no funciona, pero hizo falta que llegaran los swifties para llamar la atención del Senado, cuya comisión antimonopolio ha convocado una audiencia sobre el asunto (el problema es viejo: en los años noventa, la banda de rock Pearl Jam ya compareció por él ante el Congreso).
Por si fuera poco, la semana pasada, en la que Swift cumplió la simbólica edad de 33 años (simbólica, al menos, para el cristianismo, fe que profesa), anunció, tras estrenarse con un corto el año pasado, que dirigirá una película escrita por ella misma. La productora apuesta por su “capacidad como contadora de historias”, mientras el cineasta Guillermo del Toro ha dado la bienvenida a “una directora muy dotada”.
Atrapados en sus canciones
“La música puede ser sencilla, que no simple, pero las letras no lo son”, opina Scarlet Keys, ensayista y profesora de composición de la universidad de Berklee, en Boston, una de las escuelas de música más prestigiosas de Estados Unidos. “En esa mezcla está el secreto de su éxito. Es fácil verse atrapado por una de sus canciones. Y cuando ya estás ahí, descubres la profundidad de sus letras, en las que mezcla la poesía con un lenguaje coloquial, muy de su tiempo. Usa más metáforas de las habituales en una estrella de pop, pero también sabe ser práctica y, como en Mean o Shake It Off!, ofrecer soluciones a los problemas cotidianos de alguien como mi hija”. Keys, que tiene un podcast semanal sobre composición y enseña escritura de letras a sus alumnos, está preparando un curso en Berklee sobre Swift: “Mis estudiantes tienen mucho que aprender de ella”, dice en una conversación telefónica.
Los temas de la cantautora no se desvían demasiado del canon lírico del pop: el amor y el desamor, la pérdida, la nostalgia, el dolor… Si fuera una literata, concede Keys, habría que dividir su obra en dos: la parte diarística y la de la escritora de relatos. “En la primera faceta es en la que sus fans se ven más reflejados”, añade. “Es una de las mujeres más famosas del planeta, pero les habla de cosas con las que se pueden identificar”.
Sus fans se refieren a cada uno de esos giros de guion como las “eras” de Taylor Swift, y hablan de sus discos como de las edades de Picasso. En eso se parecen a los de Madonna. Si Reputation (2017) la llevó al lado oscuro, Lover (2019) le devolvió la luz. Midnights es el regreso al redil electrónico —con la ayuda de su amigo el productor Jack Antonoff (que se ha llevado la peor parte de unas críticas que en general han sido buenas)—, tras sus “discos pandémicos”, folklore y evermore (ambos, en minúscula, de 2020). Estos últimos le hicieron conquistar nuevas audiencias, más adultas, a base de sonidos acústicos.
En un mundo como el del pop actual, en el que las estrellas y sus seguidores sacrificaron en un pacto sellado en las redes sociales a los intermediarios (estorbos como la crítica o los departamentos de promoción), Swift domina esa relación como pocas. “Siempre está pendiente de nosotros”, reconoce Camila Jiménez, estudiante española de 20 años. “Su personaje público es muy cercano; comparte su intimidad en las redes sociales, y a veces en las canciones, como cuando ha escrito sobre sus relaciones sentimentales, pero sin desvelarse del todo. Es como si nos dejara con la ilusión de conocerla muy bien, pero luego no supiéramos tanto en realidad”, aclara. “Siempre anda dejando pistas, las llama ‘huevos de pascua’, y pueden esconderse en el modo en el que se viste para una gala, en un detalle de un videoclip, en una declaración. Hay gente que vive para descifrarlas”.
Renato Milone, profesor de Composición Contemporánea y Producción de Berklee, atribuye en una videollamada ese vínculo tan inusualmente fuerte a que muchos de esos fans crecieron con ella “y han asistido en directo a sus luchas por hacerse oír como mujer, o por imponerse a la industria…“. “Estamos ante una mente maestra”, opina. “Nunca sabremos si es la suya o la del grupo de personas que trabajan para ella. Lo mismo da: sabe combinar calidad, una calidad entendida a la vieja usanza, con un magistral cultivo de su persona pública. Ha forjado un nuevo concepto de estrella del pop, distinto del modelo de hace 10 o 15 años. Piensa en alguien como Britney Spears; entonces no sabíamos, ni, en realidad, nos importaba, qué había tras el producto que nos vendían. Por si fuera poco, Swift sabe leer el mercado, que ahora pide esa intimidad que impregna su producción, el espíritu indie: tiene a su alcance el mejor sonido que el dinero puede pagar, pero graba para que parezca que lo ha hecho en su cuarto”.
Swift, la película
Aquel incidente, y la posterior vuelta a la vida de Swift tras su retiro, es el punto de partida del documental de Netflix Miss Americana (2020), que la sigue durante la gira de Reputation, el álbum de su resurgimiento.
En la película se presenta como una artista apasionada por el trabajo en el estudio y la composición de canciones, que dirige personalmente su carrera, pero que estudia cada paso con su equipo, sentada a la cabeza de una mesa más propia de una compañía cotizada en bolsa. También conocemos a la joven enamorada de los gatos, las chimeneas y la ropa de punto que, perdido el miedo a ser ella misma, está aliviada de poder mostrarse vulnerable: se abre sobre sus trastornos alimenticios, el cáncer de su madre (que también es su “mejor amiga”), la tiranía del perfeccionismo y sus inseguridades.
El documental no llega hasta el episodio definitivo de su cuento moral de empoderamiento, que supuso la ruptura con la estrella que una vez fue, educada en contentar a todo el mundo (o, al menos, en no cabrear a nadie). Cuando era adolescente, Swift firmó con un pequeño sello independiente de Nashville, Big Machine, con el que grabó sus seis primeros discos, antes de mudarse a una compañía más grande. El valor de ese catálogo inaugural fue creciendo con su fama, así que la artista quiso comprarlo. Scott Borchetta, dueño de Big Machine, le propuso un trato: si volvía con él, le iría devolviendo ese material a razón de un disco por cada vez que grabara uno nuevo. A Swift la idea le resultó ultrajante y así lo hizo saber en su Tumblr.
Borchetta acabó vendiendo la empresa a un enemigo de la cantante llamado Scooter Braun. Según Swift, un “abusón manipulador” que, para más señas, fue representante de Kanye West en los años del plomo entre ambos. Ella respondió con la decisión de grabar nota a nota los seis álbumes de la discordia. De momento, ha completado dos. Las portadas son distintas, pero la música es prácticamente idéntica. La jugada maestra no persigue tanto alterar el pasado como devaluar la inversión de 300 millones de dólares de su némesis.
En el documental de su redención, la cantautora reflexiona sobre su porvenir de un modo bastante sombrío. “Todos somos juguetes nuevos y brillantes los primeros dos años”, afirma, sentada en el alféizar de una ventana, en un momento de la película. “Luego, a las artistas femeninas les toca reinventarse 20 veces más que los hombres. O eso, o se quedan sin trabajo. Te dicen: ‘Sé nueva y sé joven, pero sin pasarte de la raya. No vayas a incomodarlos’. Yo pienso seguir trabajando duro para aprovechar mientras esta sociedad aún tolere mi éxito”. De momento, esa tolerancia se antoja lejos de agotarse. La música pop no parece lista aún para pasar página de la era de Taylor Swift.
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