Hace unos días, durante la Cumbre del G-7, los países miembros de este club de los más fornidos anunciaron que donarán 1.000 millones de vacunas a los países más pobres. Parecía un acto de generosidad suprema, pero la Organización Mundial de la Salud precisó que, en realidad, se necesitarían 11.000 millones de dosis para inmunizar a los ninguneados del planeta.
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No es extraño ese enorme abismo que existe entre los que más y menos tienen en el mundo. E incluso en tiempos de pandemia se ha evidenciado de manera desgarradora, clamorosa. Según el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, hasta junio de este año un grupo de apenas 10 países habían acaparado el 75% de las vacunas contra la covid disponibles en este momento.
Algunos de ellos tienen asegurado un stock para vacunar varias veces a su población entera. Y aunque ya han comenzado a donar vacunas todo esto sugiere algo dramático: nos hemos pasado meses clamando por respetar la distancia social para salvarnos de la pandemia. Pero otra distancia social, la que lanza a un foso a los más olvidados, sigue tan profunda como siempre.
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Hay formas más inteligentes, que implican no solo la creación de más impuestos sino, además, formas de acercamiento real entre los ciudadanos. Intentos que cierren la brecha económica, pero también la social, como lo hizo Nelson Mandela en Sudáfrica, cuando apeló a la devoción nacional por el rugby para evitar un estallido social tras el fin del apartheid.
No lo logró totalmente, por supuesto, pero algunas cápsulas de aislamiento al menos se disolvieron un poco. Porque amenguar esa otra distancia social no implica únicamente tomar conciencia y disponerse a colaborar con un óbolo. Como lo saben los trabajadores humanitarios y otros ciudadanos, también se logra con un abrazo real al desposeído. Por supuesto, cuando la saludable distancia física lo permita.