Si la poesía impactó antes en la publicidad o esta en la poesía es un debate abierto más retórico que otra cosa. Porque ambos territorios se han mirado siempre de reojo y se han influido de una manera rotunda. La publicidad hace mucho que copió recursos como las rimas —aquellos simples pero eficaces ”Sidra El Gaitero, famosa en el mundo entero”; o “Siento dejar este mundo sin probar pipas Facundo…”— en su ansiedad por establecer una conexión empática con su público. De una forma más sorprendente, la poesía “ha mordido la manzana publicitaria”, en palabras de Luis Bagué y Susana Rodríguez en su libro Horror en el hipermercado (Fractales), una divertida antología sobre el asunto.
“Terror en el hipermercado. Horror en el ultramarinos. Mi chica ha desaparecido. Y nadie sabe cómo ha sido. Noooó.” ¿Recuerdan? Aquella magnética canción ochentera de Alaska y los Pegamoides sirve a los autores para trazar la línea entre dos terrenos que parecer de planetas diferentes, de intereses y objetivos opuestos y que, sin embargo, comparten muchísimo: el anhelo de comunicar con el lector. Con el receptor.
“Es un camino de doble dirección”, afirma Bagué, profesor de la Universidad de Murcia, ensayista, poeta y crítico. “La publicidad se ha vuelto cada vez más sofisticada a la hora de camuflar su mensaje persuasivo; y la poesía ha demostrado una capacidad excepcional para apropiarse de los códigos culturales de su tiempo. Es un amor quizá no a primera vista, pero sí final y fatalmente correspondido”.
Almacenes como Ikea, coches como el Rolls Royce, marcas de tabaco como Lucky y objetos como la Thermomix han servido a los poetas contemporáneos para conectar sentimientos con lectores
“Por merecer la más bella envoltura rezo cada noche./ Por ser la vencedora en la batalla diaria de Zara:/ la guerra de los pantalones vaqueros más estrechos,/ de colores, con dibujos, los de marca, los más caros,/ porque cada vez es más sencillo que las yemas de mis dedos/ viajen, intuitivas, por los túneles de mi torso”, reza un poema de Elena Medel recogido en el libro y que termina: “Y es un lujo morir habiendo prescindido del desayuno”.
Fernando Beltrán
Dedica un poema a los lápices de Ikea que le sumerge en una honda reflexión vital: ”Me pregunta de pronto/ cuánto crees/ que mide nuestro cuarto/ aproximadamente (…) Cuánto mide el amor. Cuánto el silencio./ Cuánto mide una vida/ aproximadamente”. Como la Coca-Cola le sirve a Manuel Vilas para trazar su habitual homenaje a la genealogía: “La bebí con mi padre/ hace casi cincuenta años./ La bebí con mi hijo ayer./ La bebo a solas hoy./ Acábatela, no dejes ni una gota”. Aurora Luque se atreve con un Rap para la romería de Steve Jobs y su universo de Apple y Begoña M.Rueda dedica un poema a Windows 98.
Almacenes como Ikea, El Corte Inglés o Leroy Merlín; coches como el Rolls Royce, Volvo, Audi o Mercedes; marcas de tabaco como Lucky; objetos como la Thermomix y hasta bebedizos como Sopinstant y Starbucks han servido a los poetas contemporáneos para conectar sentimientos con lectores en un circuito encadenado de chispas comunes a todos. “Hasta la cultura necesita poderosamente de la publicidad. La vida se ha identificado con lo que la publicidad promete”, reflexiona Manuel Vilas. “Me ha influido el lenguaje de la publicidad y las miles de cosas y productos que estaban detrás de ese lenguaje, desde un McDonald’s, una colonia, un coche, unos zapatos o un país entero.
Pero también las ideologías, el arte, la filosofía, el cine y la literatura existen desde la publicidad”. La publicidad es, al fin y al cabo, dice el escritor aragonés, el escaparate del capitalismo “y nos enloquecen los escaparates de la tienda universal en que se ha convertido el mundo”. “Hasta los movimientos antisistema necesitan maquinarias publicitarias. Hoy Wittgenstein hubiera tenido que modificar su célebre ‘de lo que no se puede hablar es mejor callar’ por ‘de lo que no se puede publicitar es mejor callar”.
Poeta y conocido nombrador de cosas
Fernando Beltrán, poeta y conocido nombrador de cosas, transita en los dos territorios con la misma dedicación a la palabra: “Nombro Ikea porque ese poema nació como metáfora de vida comprando en una de sus tiendas. Nombro La semana fantástica de El Corte Inglés por la sublevación emocional que siento de pronto al contrastar una foto del periódico que llevo en mis rodillas, una niña muriendo en Ruanda, con un anuncio maravilloso que veo cuando voy en autobús. No hay voluntad de hacerlo, hay vida misma en esas citas”.
Beltrán, que ha dado nombre a marcas como Amena, Faunia, Aliada o Rastreator, se atreve a establecer seis diferencias entre publicitarios y poetas:
1. El primero intenta convencerte de algo; el segundo no suele estar convencido de nada, salvo de su propia intemperie.
2. El primero tiene 30 segundos; el segundo 30 versos, pero sabe que se lo juega todo en la elección de una sola palabra clave en el poema.
3. El primero trabaja en equipo; el segundo está solo.
4. El primero trabaja por encargo; el segundo, para sí mismo, sin que nadie se lo pida y a veces le cuesta muy caro abrirse por dentro.
5. El primero vende; el segundo vierte: sus tripas, sus fantasmas, sus demonios, su amor a la lluvia, su insensatez, su belleza.
6. El primero tiene resultados concretos; el segundo siempre siente que su afán de totalidad ha fracasado de nuevo, y comienza a escribir otro poema.
Aurora Luque
Y la poeta Aurora Luque también se anima a comparar añadiendo una crítica feroz a la publicidad: “La persuasión publicitaria parece todopoderosa”, asegura. “Pero la poesía le hace frente, se le resiste, es muy reacia a dejarse envasar. La publicidad es el negocio de la persuasión, la poesía es el ocio de la persuasión. La publicidad vela; la poesía revela. La publicidad exhorta, invita, azuza, hostiga, arrastra a comprar, a querer poseer, vende, ofrece, impone. La poesía no hace nada de eso: no sirve porque no es útil y sobre todo porque no es sirvienta. La poesía no vende: nos denuncia, nos interpela como vendidos. La poesía hace libre al lenguaje; la publicidad lo prostituye”·
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