Las tres últimas décadas del siglo XIX vieron nacer las que, aún hoy, se tienen por las salas de concierto históricas arquitectónicamente más relevantes y con mejor acústica de Europa: es el caso de la Musikverein de Viena (1870), el Concertgebouw de Ámsterdam (1888) y la Tonhalle de Zúrich (1895), todas ellas de planta rectangular y con fachadas de inspiración griega. De la lista podría formar parte también el segundo edificio de la Gewandhaus de Leipzig (1884), destruido por los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial y modelo en el que se miraron las salas neerlandesa y suiza. A su vez las tres últimas están tan estrechamente ligadas a sus orquestas residentes que es el propio edificio el que les da nombre.
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Al igual que la moderna sala de conciertos del KKL de Lucerna, la Tonhalle se levanta también a orillas de un lago. Pero, al contrario que ella, la sala de congresos aneja fue un añadido muy posterior que la envolvió casi por completo en 1938, lo cual acabó alterando sustancialmente su aspecto original. Rafael Moneo ganó en 2005 un concurso internacional para la reforma del conjunto arquitectónico, pero una votación ciudadana impidió que se ejecutara su proyecto al oponerse a la adquisición de los terrenos adicionales que hubiera supuesto realizarlo.
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El nuevo concurso lo ganó un estudio suizo, Boesch Diener, que es el que ha llevado a cabo una sustancial restauración de ambos edificios, ganando luz y una clara visibilidad del lago desde el vestíbulo principal de acceso a la sala, con los Alpes al fondo, y con la recuperación de muchos de los elementos originales que habían quedado ocultos o disimulados por el afán de que ambos edificios tuvieran a partir de 1938 un aspecto más unificado y no tan divergente: es el caso de lámparas o del esgrafiado de las paredes, recuperado con técnicas manuales metro a metro.
La profusa decoración del interior de la sala, generosa en dorados, recobra también todo su antiguo esplendor y la mirada no puede evitar elevarse hacia los frescos del techo, cuyo centro ocupa el llamado “Cielo de los compositores”, en el que aparecen retratados, de izquierda a derecha, Beethoven, Wagner, Gluck, Haydn, Bach, Mozart y Handel. En el extremo izquierdo, casi como un invitado de última hora, puede verse también el rostro y la barba inconfundibles de Johannes Brahms, que fue precisamente el encargado de inaugurar la sala, en la que dirigió su Triumphlied el 19 de octubre de 1895. No sabemos si el compositor alemán, que murió en 1897 en Viena, reparó en que los suizos estaban mandándolo al cielo antes de tiempo.
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Encima de todos estos compositores hay una imagen de un Apolo majestuoso, el dios de la música, rodeado de ángeles e instrumentistas. A un lado, Santa Cecilia, su patrona en la tradición cristiana, tocando el órgano con un coro de ángeles en un concierto de música religiosa, y, al otro, una imagen de varios músicos folclóricos que tocan en medio del campo instrumentos tradicionales, entre ellos, cómo no, una trompa alpina. En los laterales, sobre el escenario, se encuentran grabados en oro los nombres de Haydn y Mozart; al fondo de la sala, los de Beethoven y Schumann.
En la fachada, bajo el arquitrabe, los nombres de Bach y Handel escoltan, en el centro, a Beethoven, omnipresente dentro y fuera, disfrutando de esa condición de privilegio que le confirió el siglo XIX. Tonhalle significa literalmente Sala de los Sonidos (en alemán era también habitual referirse a un compositor como un Tonkünstler, un artista de los sonidos), pero los únicos que se han escuchado desde 2017 han sido los que producían los obreros encargados de la restauración del edificio. El 15 de septiembre ha sido el día elegido para que la música vuelva a sonar en su interior, justamente famoso por su magnífica acústica, que ahora se ha visto incluso mejorada según atestiguan tanto los propios músicos como los habituales de la sala antes de la reforma.
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Durante estos cinco años de obras, la Orquesta de la Tonhalle de Zúrich ha tocado en una sala de conciertos construida como una gran caja de madera inserta en la estructura ya existente de una antigua fábrica situada al oeste de la ciudad. Ahora vuelve por fin a su casa, en la que se ha instalado un órgano de nueva construcción, y su director titular desde 2019, el estonio Paavo Järvi, no ha elegido para este Día D la obra más socorridamente simbólica en este tipo de reaperturas, la Segunda Sinfonía de Mahler, que se cierra con un texto de la recopilación de poemas populares Des Knaben Wunderhorn y con la oda Resurrección de Friedrich Klopstock, sino con la inmediatamente posterior, que también se vale en dos de sus seis movimientos de un poema de la misma colección (“Es sungen drei Engel einen süssen Gesang”, es decir, “Tres ángeles cantaron una dulce canción”) precedido de un breve texto de Nietzsche, compuesto gráficamente como las once campanadas que marcan la llegada de medianoche, incluido en Así habló Zaratustra.
Algo habrá tenido que ver quizás en la elección de esta obra (y, si no, se trata de una feliz coincidencia) el hecho de que Mahler empezara a componer su Tercera Sinfonía en 1895, que es exactamente el año en que se inauguró la Tonhalle de Zúrich. El propio compositor no dirigiría su estreno hasta 1902 y tan solo dos años después llegaría ya a Zúrich, con la Orquesta de la Tonhalle y su entonces director titular, Volkmar Andreae.

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En esta sala escucharon también conciertos durante el tiempo en que vivieron en la ciudad Elias Canetti (con su madre: lo cuenta en su autobiografía) y James Joyce (con su amigo Ottocaro Weiss: lo recuerda su biógrafo Richard Ellmann), unidos tras su muerte, muy cerca uno de otro, en el cementerio Fluntern de Zúrich. Durante una interpretación de Indianisches Tagebuch, de Ferruccio Busoni, con el compositor presente en la Tonhalle, el escritor irlandés se dedicó a bromear con su amigo estableciendo asociaciones obscenas con los diversos instrumentos, un pasatiempo imitado vagamente por Leopold Bloom en el capítulo Sirenas de Ulises.
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La Tercera Sinfonía de Mahler constituye también una buena elección porque, durante más de hora y media, sus pentagramas contienen virtualmente todo tipo de música, desde la más delicada a la más vociferante, desde cantos de pájaros hasta bajos atronadores, desde danzas terrestres hasta cantos angélicos, escritas para una orquesta gigantesca en permanente metamorfosis, a la que se unen una contralto y un coro infantil y femenino en el filosófico cuarto movimiento y en el muy breve e ingenuo quinto. La ambición de Mahler al componerla era crear una obra “de tal magnitud que refleje realmente la totalidad del mundo”, del que él mismo se erigía, claro, en creador.
Ya el primer movimiento, que se abre con nada menos que ocho trompas al unísono, alcanza unas dimensiones insólitas, desconocidas hasta entonces, con numerosos solos para diversos instrumentos, trombón o violín incluidos. La irrupción de la vida, del esplendor de la naturaleza, tras el paréntesis invernal, y una suerte de dicha panteísta que presagia la de La canción de la tierra se traducen, sin abandonar la forma sonata, con sonidos primordiales, vertidos a menudo con esos característicos ritmos de marcha de Mahler y con la presencia de lo que Deryck Cooke llamó “monstruosas voces prehistóricas”. En un país con el que la naturaleza ha sido tan generosa como Suiza, esta música se escucha, además, con otros oídos.
