Por Juan Carlos Sánchez Magallan
En 1929 surgió un movimiento estudiantil emanado de las aulas de la Escuela Nacional de Jurisprudencia que logró el reconocimiento de la autonomía universitaria, este atributo le ha permitido desarrollarse con cierto grado de independencia a nuestra Máxima Casa Estudios, por lo que ha sido permanentemente objeto de tensiones políticas.
La autonomía universitaria es, entonces, una conquista social que permite a la institución autogobernase, darse sus propias normas y elegir a quienes la gobiernan. Todo ello para garantizar la libertad de cátedra, de expresión de las ideas, de investigación y de difusión de la cultura.
La generación del conocimiento siempre ha sido una tentación del poder político para tratar de ponerlo a su servicio y, además, acallar las críticas y acotar las ideas que no sean acordes a sus intereses.
En varias ocasiones, las tensiones entre la autonomía universitaria y los gobiernos en turno han sido extremas. A Lázaro Cárdenas nunca le agradó que la UNAM no apoyara su anhelo de impulsar la educación socialista de manera exclusiva; Díaz Ordaz aprovechó la inconformidad en torno a Ignacio Chávez para influir en su caída; Luis Echeverría hizo lo propio con Pablo González Casanova, y Ernesto Zedillo no apoyó al rector Barnés de Castro, quien tuvo que renunciar en medio de la peor huelga de la historia universitaria, en 1999.
A partir de la promulgación de la Ley Orgánica, en 1945, la Junta de Gobierno ha sido el cuerpo colegiado encargado de elegir al rector, así como a los directores de facultades, escuelas e institutos. Si bien este mecanismo electoral ha funcionado por lo regular bien, en estos momentos está sometido a una enorme presión política.
La relación del Presidente de la República con la universidad en que hizo sus estudios ha estado caracterizada por críticas, presiones y acusaciones a lo largo de todo el sexenio.
Ha dicho que la universidad, en las últimas décadas, se ha derechizado y vuelto conservadora, que está siendo manejada por grupos de poder interno que han lucrado con ella, que ha perdido su conciencia social y ha hecho los peores calificativos que se recuerdan en contra del rector.
El proceso convocado por la Junta de Gobierno para la selección del próximo rector ha estado caracterizado por la escasa participación de directores nombrados por ella misma y por una excesiva presencia de funcionarios designados por el propio rector, pues de los 10 finalistas entre los que habrá de surgir el nuevo rector o rectora, seis son subalternos suyos.
Esta circunstancia debe ser sopesada con cuidado por la Junta de Gobierno, pues, de no saber leer los mensajes presidenciales reiterados, puede ser la mecha que encienda una nueva etapa de confrontación con el gobierno. Sobre todo si se interpreta que se consumará con éxito esta estrategia para mantener la hegemonía del mismo grupo que gobierna la UNAM desde hace 24 años de manera ininterrumpida.
Porque desde afuera se ve con perspicacia que, de 15 miembros que integran la Junta de Gobierno, 14 fueron seleccionados a lo largo de los dos periodos del actual rector, lo que hace suponer una especial consideración a sus políticas.
Si bien la injerencia del gobierno en el proceso sucesorio no ha tenido episodios de ataques directos desde las conferencias mañaneras, la institución de educación superior vive un amago directo al estar, en la actualidad, con ocho facultades y escuelas tomadas, algunas de ellas por grupos organizados que han hecho gala de la violencia. Al igual que sucedió en los años 60, 70 o en el 99.
Hoy, como nunca, la defensa de la autonomía universitaria está a cargo de la Junta de Gobierno, la que debe decidir quién habrá de dirigir los destinos de la universidad más importante de México y una de las 100 mejores del mundo, actuando con absoluta libertad y responsabilidad histórica, evitando la injerencia de grupos de presión internos y externos; dicho coloquialmente, “que no se dejen chamaquear” por nadie.
¿O no?, estimado lector.
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