El día anterior había sido su investidura oficial como presidente. La pompa del Congreso. La solemnidad militar. El mármol como testigo del momento. Ahora, sin embargo, Pedro Castillo observaba el horizonte infinito de Los Andes. Estaba en la región de Ayacucho rodeado de montañas y aves que sobrevolaban una planicie extensa. Llevaba colgada la banda presidencial y el sombrero de palma con el que nació puesto. Se acercó en ese momento a una mesa posada sobre un tapete rojo. Encima, un pequeño crucifijo y una Biblia. Entonces, Castillo engoló la voz.
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—Señor Guido Bellido Ugarte, ¿juráis por Dios y estos santos evangelios desempeñar leal y fielmente el cargo de presidente del consejo de ministros que en vos confío?
—¡Sí, juro!—, resumió un hombre embutido en un traje azul marino.
—Si así lo hicieres, que Dios y la patria os premie. Y si no, que la patria os lo demande.
La gente aplaudió. Castillo no había elegido por casualidad ese escenario para llevar a cabo su primera gran decisión como presidente. En esa llanura los insurgentes locales derrotaron a las tropas de la monarquía española y sellaron la independencia de Perú hace dos siglos. El profesor de escuela veía su decisión como una extensión del pasado.
Sin embargo, en Lima, la capital, se frotaban los ojos. Castillo acababa de elegir como hombre fuerte de su Gobierno a un político semidesconocido, marxista y castrista, del ala más dura y radical del partido Perú Libre, bajo cuyas siglas él se había presentado a las elecciones. La moderación con la que había encarado la segunda vuelta de las elecciones, donde se apoyó en políticos más centrados y mesurados, se había esfumado. Comenzaron entonces 30 horas de incertidumbre que hicieron tambalear su gabinete incluso antes de que llegara a formarse.
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Acabada la ceremonia en Ayacucho poco después del mediodía, Castillo voló de regreso a Lima. Presidencia emitió un comunicado en el que informaba que en cuestión de horas iba a hacerse público el nombre de los ministros. Lo que no esperaba el nuevo presidente era encontrarse una rebelión. Francke y Torres renunciaron a tomar posesión de sus ministerios. Los moderados, que representan a la izquierda más centrada, se sintieron insultados por ver a un radical, gente de Cerrón, en el puesto de más poder. El hueco que dejaron los que se negaban a integrar el Gobierno tenía que ser tapado en cuestión de pocas horas. Según la prensa peruana, el entorno de Castillo tanteó a una docena de candidatos alternativos. Se encontraron con una pared. Pocos querían entrar en unas circunstancias así.
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Perú, mientras tanto, entró en un estado depresivo. Los medios locales nunca han sido benévolos con Castillo. Al revés. La misión electoral de la Unión Europea supervisó los comicios y al acabar escribió un informe que decía lo siguiente: “Ha sido una cobertura claramente sesgada de la mayoría de los medios de comunicación privados que favoreció a FP (el partido de Keiko Fujimori, la rival de Castillo) y socavó el derecho de los votantes a recibir una información equilibrada”. Sin embargo, la pesadumbre en esos momentos era general. El Gobierno dialogante, de mayorías, que la gente esperaba tras unas elecciones que habían fracturado Columna Digital ya no parecía posible. Solo Cerrón celebraba en Twitter lo que ocurría.
En esas horas todo el mundo quiere saber quién era realmente Bellido, el nuevo primer ministro. Se descubre que nunca ha tenido puestos de responsabilidad relevantes. Clásico cuadro medio de un partido. Su expediente universitario no luce, fue uno de esos estudiantes universitarios eternos. En debates ha negado que Cuba sea una dictadura y que Sendero Luminoso tenga que ver con el terrorismo. Esto último le ha valido una investigación por enaltecimiento. En redes sociales su perfil no resulta nada agradable.