En los controles de acceso al sofisticado International Forum de Tokio, lujo arquitectónico a base de acero, vidrio y hormigón, los voluntarios revisan con especial celo las acreditaciones y se aseguran de que el asistente ha hecho la reserva correspondiente porque el evento, subrayan en cada puerta y cada recoveco, es de “alta demanda” y el auditorio va a estar “lleno”.
No hay concesiones, el cupo está completo: fotógrafos, prensa, televisión. Son casi las ocho de la tarde y cuando ella, Laurel Hubbard, asciende a la plataforma y se dispone a ejecutar la primera alzada, los Juegos Olímpicos entran en otra dimensión: por primera vez en la historia, una mujer transexual compite en la gran fiesta mundial del deporte. Es decir, se abre una nueva puerta.
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Las halterófilas acceden en fila india al escenario y ella, indumentaria negra de arriba abajo, la más alta de todas (1,85), mira al frente, se ajusta la coleta y aplaude mientras suena la banda sonora de la película Kill Bill por los altavoces y se hacen las presentaciones. La suya es la octava, y viene acompañada del carraspeo desenfrenado de los disparos de las cámaras, todos los teleobjetivos apuntándola. También de polémica. No son pocas las compañeras que consideran que parte con cierta ventaja en una disciplina donde la fuerza tiene una intervención tan decisiva, y que no terminan de entender por qué el Comité Olímpico Internacional (COI), apoyado en la modificación del reglamento que llevó a cabo en 2015, le permite competir en la prueba femenina.
“No soy del todo ajena a la polémica que rodea a mi participación en estos Juegos”, indica la atleta de Nueva Zelanda, de 43 años –trébol de cuatro hojas tatuado en el brazo izquierdo– en una zona acotada que previamente era un solar, pero en la que ahora se arremolinan los medios y no cabe un alfiler. Pese a ello, advierte de que no va a responder preguntas. Acaba de competir (categoría de +87 kilos) y, paradójicamente, presa de los nervios, ha sido descalificada por errar en todas sus maniobras: no puede con los 120 kilos del inicio, firma un nulo al rectificar con los pies en el segundo intento, con 125, y tampoco consigue completar la arrancada al tercero. Se lleva los aplausos de la sala.
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“Simplemente me gustaría dar las gracias al COI, porque creo que reafirma su compromiso con los principios del olimpismo y con la idea de establecer que el deporte es algo para todo el mundo, inclusivo y accesible”, se limita a declarar.
Antes, a mediodía, se ha pronunciado Anna van Bellinghen, la misma que antes de los Juegos decía que la inclusión de Hubbard en la competición de las mujeres suponía una “broma de mal gusto”. La belga, que ha formado parte de la prueba disputada por la mañana, -87 kilos, matiza: “Le deseo todo lo mejor, por supuesto, pero es necesario que investiguen más y que hagan más pruebas científicas. Deben hablar con nosotras, las deportistas”, reclama ante la pregunta de una reportera norteamericana, insinuando que la competición no es del todo justa puesto que hay estudios que revelan que incluso después de tomar medicamentos para suprimir sus niveles de testosterona, las mujeres transexuales conservan ventaja en términos de fuerza.
Estudios frente a criterios
Un artículo publicado el año pasado en la revista Sports Medicine y firmado por los científicos Emma Hilton y Tommy Lundberg sostiene que “la ventaja de rendimiento masculino en el levantamiento de pesas es del 30% en comparación con el de las mujeres”, y que “incluso cuando las mujeres transgénero suprimieron la testosterona durante 12 meses, la pérdida de masa corporal magra, área muscular y fuerza fue solo de alrededor de un 5%”.
“Yo creo que está bien, es justo. Si cumple las normas, adelante”, opina la cubana Eyurkenia Duverger, ateniéndose a la luz verde del COI y a que Hubbard cumple todos los criterios de elegibilidad; es decir, se declara mujer –el marco legal establece que no hay necesidad de que haya intervención quirúrgica– y fija en un tope de 10 nanogramos de testosterona por mililitro de sangre el máximo que puede tener una mujer para participar en pruebas femeninas. “Respecto a eso, yo no tengo criterio”, responde aséptica la española Lydia Valentín; “lo que plantea su caso también será también algo nuevo para ellos [los dirigentes del COI y la Federación Internacional de Halterofilia (IWF)]. ¿Justo? No lo sé… No creo que sea una puerta que se abra; creo que es algo excepcional, y que nadie se va a cambiar de sexo por ganar una medalla olímpica”.
Hasta hace no mucho, 2012, en lugar de ser ella Hubbard era él, prisionera en el cuerpo masculino de Gavin. Entonces tenía 34 años, lucía varios récords juveniles (categoría de +105 kilos) y competía entre los hombres, hasta que decidió comenzar con el proceso de reasignación de sexo y su carrera dio un giro significativo. A partir de ahí, sus resultados se dispararon. Se proclamó campeona de Oceanía en 2017 (+90 kilos) y 2019 (+87), y logró la medalla de plata en el Mundial celebrado en Anaheim hace cuatro años (Estados Unidos); hace dos, ganó el oro en los Juegos del Pacífico y registró la sexta mejor marca en Pattaya (Tailandia). Su nombre empezó a sonar. Y ahora, en Tokio, su presencia ha reabierto el debate.