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Licor de manzana: la segunda juventud de un chupito ochentero

Redacción by Redacción
19 febrero, 2023
in Internacional
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Licor de manzana: la segunda juventud de un chupito ochentero
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¿Por qué bebemos alcohol, por qué nos gusta tanto? “La conversación, la risa y la bebida están conectadas de un modo íntimamente humano”, contesta Kingsley Amis en Sobrebeber, uno de los mejores libros sobre el placer de un trago (y de otro, y de otro, y de otro). Amis, dandy, novelista y dipsomaníaco orgulloso, subraya la charla, la carcajada y la copa como algo distintivo de nuestra especie, como tres bombillas de nuestra inteligencia encajadas en un mismo foco de discoteca. ¿Pero realmente se puede considerar inteligente a un mamífero que se coge sus primeros pedos adolescentes con licor de manzana? Si ese sapiens, una vez adulto, regresa a la misma piedra para seguir pidiendo el susodicho licor pero sin alcohol, ¿podemos considerarlo un caso perdido? La actual abundancia de versiones refinadas de esta bebida, ¿es evolución o involución? Vamos a explorarlo.

Hubo una generación celtíbera, hace unas cuatro décadas, que accedió a los placeres del alcohol a través de las resacas asesinas de los licores de frutas. Manzana, melocotón, pera y otros sabores de nombre natural y etiquetas tropicales se pusieron de moda en los años ochenta y principios de los noventa como explosiones pop. Chupitos y combinados fulgurantes, que siempre contenían algún supuesto derivado de la fruta y con los que la juventud trotaba las hormonas al ritmo de Modern Talking.

La culpa, como tantas cosas, fue de Tom Cruise, que también nos aficionó al billar, al dinero fácil y a los aviones de combate. Quienes nos criamos con la película Cocktail (Roger Donaldson, 1988) descubrimos una forma de beber más divertida que el brandy Fundador, el solysombra y el güisqui segoviano de nuestros padres, cuya rudeza arrasaba nuestras gargantas noveles. Con la fecha del DNI trampeada, las hombreras y el pelo engominado, accedimos a un acuapark alcohólico, azucarado y coloreado como una comedia romántica. “Un licor de manzana con mucho hielo, por favor”.

¿Boomers bobos?

¿Los actuales cuarentones y cincuentones éramos más tontos que la chavalería del siglo XXI, que se pone tibia de Jägermeister y bebidas energéticas? Pues no. Primero, porque cada generación se inicia en el vicio con sus propias costumbres insensatas. Y segundo, porque los adolescentes actuales también toman licores de frutas. Según la memoria anual de El Observatorio de las Drogas y Adicciones, en el botellón juvenil estándar predominan los combinados, la cerveza y, en tercer lugar, los licores de frutas (un 37%). Si sumamos a los adultos al brindis, los licores venden ya más que la ginebra y el ron, solo superados por el whisky y con un consumo en ascenso, como registra la Federación Española de Espirituosos. Para remate, en ese mercado se están introduciendo con ahínco las versiones sin alcohol de muchos productos viejunos. Todo muy loco.

No obstante, empecemos diferenciando los tipos de alcoholes que nos echamos al coleto para entender el lugar que ocupan el licor de manzana y demás botellas de su árbol edulcorado en los hábitos que encapsulan dichas estadísticas. Los humanoides como Kingsley Amis nos echamos al coleto desde hace siglos fermentados, destilados y licores. Los fermentados nacen de frutas, cereales o cualquier alimento con azúcares que las levaduras puedan convertir en alcohol, normalmente de forma natural (vino, cerveza, sidra). Cuando el ingenio humano es capaz de extraer el alcohol de dicha fermentación, con un alambique u otros ingenios, conseguimos los destilados (vodka, ginebra, whisky). Y cuando, para cerrar el círculo, el mono inteligente y con ganas de charla y farra coge un alcohol destilado, casi puro, de alta graduación (un orujo, vaya), y le añade de nuevo frutas, hierbas o bayas para que liberen sus aromas y sabores, entonces aparecen los licores.

Pero los licores de frutas del supermercado y de las barras convencionales son otra cosa: “El licor de frutas del lineal es siempre lo mismo: alcohol con azúcar y extractos. Una bebida de baja calidad. Pero no nos flagelemos, como solemos hacerlo en España, porque ese producto es igual de malo en todo el mundo”. Aquí, y en el bar de Manhattan de Brian Flanagan. Es la industria, amigos.

La maldición del chupito

Lo cuenta François Monti, periodista especializado en espirituosos y uno de los mayores expertos mundiales en vermú. François apunta que “las dos grandes potencias licoreras del mundo son Holanda y Francia”, donde los alcoholes de frutas, en sus variantes como licores o destilados -caso del Calvados, el coñac de manzana-, acumulan una tradición muy valorada por los codos de sus respectivas ciudadanías. Pero en España, la relación tradicional con el licor ha sido distinta: “El hándicap es que en España no se ha tomado en serio el licor porque era algo que te ponían gratis al final de la comida”. Ese chupito de hierbas, verde como el Fairy, para facilitar la digestión y al que invita la casa.

Tampoco hemos reconocido el (buen) licor como una exquisitez porque su producción fue tradicionalmente casera, una costumbre que, hasta la llegada tardía de la democracia y el capitalismo, reducía la condición social de cualquier producto: si lo podía elaborar tu abuelo, entonces no valía mucho. Le pasó también a la morcilla o al pan durante mucho tiempo.

La cultura pop de los ochenta transformó esas percepciones, al revestir de glamur y nuevas denominaciones lo que no eran sino versiones industriales de alcoholes ancestrales. Y cuando decimos glamur, queremos decir azúcar. Porque el alcohol encierra una paradoja fascinante, que sintetiza su misterio.

A nadie le amarga un dulce

Cuando bebemos, buscamos el placer del sabor, pero también el placer del abandono, unidos ambos en la copa de una forma inextricable. Sin embargo, con 16 años, un alcohol duro se presenta insoportable, pero no más que la urgencia por conocer la sensación de la borrachera, su peligrosa liberación. Por eso, lo habitual es comenzar a trasegar con alcoholes azucarados de forma manual (calimocho) o industrial (cuántos odiamos el martini blanco por recordarnos uno de nuestros primeros amaneceres infernales tras haberlo ingerido sin conocimiento).

Por eso el Baileys acabó sustituyendo al coñac y al ron en los carajillos. Y por eso las creaciones tropicales de Tom Cruise triunfaron entre una generación que descubrió la amabilidad del licor de manzana y similares frente al aguardiente, junto a otra forma de consumo: el chupito, la versión chata y barata de los cócteles que servía Flanagan en su resort caribeño. El chupito era igual de divertido y fácil de empujar por la garganta, y además, mucho más asequible para la paga semanal que nos daban. En aquellos “cerebros” y demás aberraciones de vaso enano, el licor de frutas era, por supuesto, ingrediente obligado, junto a hermanos bastardos como la granadina o el curaçao. Todavía no entiendo cómo no se nos quedaba la lengua pegada al cristal.

Aquellas generaciones, cuando crecimos, nos pasamos a los combinados básicos, al whisky con cocacola, el ron con naranja o el gintonic, en un hábito que mantenía el azúcar como parte de la mezcla (¿cuánta gente bebe vodka o ginebra a palo seco en España?) y que se fue sofisticando durante las décadas siguientes: “Primero con la ginebra y la cultura del premium, y luego con otros productos, como ahora el vermú”, dice Francois.

Lo resume también de forma estupenda Borja Insa, propietario de la coctelería zaragozana Moonlight Experimental, donde prepara menús degustación que incluyen frutas fermentadas: “Es un tema que hablamos mucho ahora los compañeros del sector, lo que se bebía antes, cono licores baratos, que suelen llevar de todo menos manzana, o el vodka con Blue Tropic, y lo que se bebe ahora. Esos combinados ochenteros que se pusieron muy de moda en Estados Unidos nos volvieron a todos locos por las mezclas guarras de jóvenes. Pero ahora vivimos un momento de sofisticación en los cócteles, y también en el público”.

Botellón y sin alcohol

El problema es que ese público, el adulto, aunque busca más calidad cada vez bebe menos cantidad, y el joven ni siquiera entra en el bar: se queda en la calle con sus bolsas de avituallamiento. “Hay un grupo de público que quiere beber menos, pero mejor, lo que lleva sucediendo en la sociedad europea desde hace 20 años”, confirma Francois. “Hoy, en hostelería, los licores sobreviven sobre todo en la coctelería. Pero la coctelería da poca rotación a las botellas, porque utiliza cantidades muy pequeñas en las mezclas”. En el fondo, seguimos tomando chupitos, pero más exquisitos, mejor mezclados y sin encadenar siete vasos hasta perder el sentido, como hacíamos con los “cerebros” y los “machacados”.

También hay quien directamente prefiere prescindir del alcohol, lo cual complica todavía más el futuro del barman. Para intentar cubrir este hueco, las multinacionales se han lanzado a comercializar destilados y licores bajos en graduación o directamente sin ella, atiborradas a menudo de edulcorantes. Por la apertura de esa moda, los viejos licores de manzana y frutas han encontrado una forma de resucitar, hasta ocupar de nuevo los lineales de los supermercados y las estanterías de los pubs. Un fenómeno que va unido, por supuesto, a otro mucho más amplio: “Vivimos un momento de sofisticación, pero también un momento de nostalgia. Por eso yo juego a la Gameboy, con los juegos que de pequeño no pude tener. Lo mismo pasa con las bebidas”, completa Borja.

La oferta no hace costumbre

Sin embargo, una cosa es el marketing, y otra el hábito. “Tengo bastantes dudas de que esta tendencia de licores y destilados sin alcohol funcione —dice Francois—. Nos nutrimos de tendencias, porque hay que producir contenidos constantemente. Los sin alcohol nacen de la necesidad de probar cosas, sondeando el mercado, pero que calen luego es otra cosa: si una botella de un destilado sin alcohol cuesta 30 euros, es difícil que funcione. Creo que los licores sin alcohol no van a suplir la bajada de ventas de la hostelería”. Aparte, de que su calidad es discutible, a juicio de Borja: “Por lógica, los destilados sin alcohol son peores que los que se harán dentro de diez años. Las ginebras sin alcohol, por ejemplo, aún no son buenas”. Tampoco los modernos licores de manzana 0,0.

¿Y los buenos licores? Pues, curiosamente, hay más oferta que nunca. En el caso de la manzana, casi todos los llagares asturianos están sacando licores y aguardientes de sidra excelentes. No solo en Asturias: la empresa Spirits&Plus elaboró en 2019, en colaboración con el restaurante catalán Mooma, un aguardiente de manzana que utiliza sidra de manzanas con denominación de origen, destiladas al estilo Calvados, y criadas seis meses en barricas de rol y otros seis meses en barricas de sherry.

Un producto de lujo, al que le resulta difícil encontrar público, según cuenta el director de la empresa, Agustí Gómez Mutlló: “La distribución es complicada en un mercado de multinacionales, es muy difícil colocarlo en los bares”. En segundo lugar, directamente relacionado con el anterior, porque los consumidores seguimos sin valorar los buenos licores. Podemos gastarnos una fortuna en una botella de whisky con décadas de envejecimiento, pero a un licor de frutas seguimos considerándolo una bebida menor, y le exigimos un precio menor. Quizá porque nuestro cerebro todavía no ha salido de aquellos chupitos chungos.

La nota precedente contiene información del siguiente origen y de nuestra área de redacción.

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