Manaos, Brasil. Cuando Marcelo Gordo abre la nevera portátil, el olor que sale de ella es asfixiante. Dentro hay, acurrucados, tres monos tamarinos muertos, con su pelaje color crema y caramelo visible a través del envoltorio de plástico. Gordo, biólogo en la Universidad Federal del Amazonas, explica que un estudiante desconectó por accidente el frigorífico en el que guardaba los monos; los habían matado en la carretera y unos funcionarios del Ayuntamiento se los trajeron. Merecía la pena investigarlos a pesar del estado de descomposición.
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En una sala de autopsias de una escuela veterinaria con lo mínimo indispensable, Alessandra Nava y dos estudiantes de posgrado se ponen gafas, mascarillas y unos guantes de nitrilo, y comienzan a cortar trozos de tejido y a recoger fluidos corporales de los monos. Ponen las muestras en viales para que las transporten al Biobanco Fiocruz Amazonia, una colección de patógenos de investigación que Nava ayuda a supervisar en la oficina regional de la Fundación Oswaldo Cruz, una rama del Ministerio de Salud conocida como Fiocruz. Allí, ella y otros analizarán las muestras para detectar gusanos parasitarios, virus y otros agentes infecciosos.
Nava y sus compañeros están en la primera línea de la investigación en enfermedades animales que podrían propagarse e infectar a humanos. Las nuevas enfermedades pueden venir de cualquier lugar: el SARS y la covid-19 se originaron en China; otra reciente enfermedad por coronavirus, el síndrome respiratorio de Oriente Próximo, se encontró por primera vez en Arabia Saudí. Pero muchos investigadores sospechan que las selvas tropicales, por su biodiversidad, son la cuna más probable de nuevos y peligrosos patógenos.
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Cuando las poblaciones humanas invaden las selvas tropicales se dispara el riesgo de propagación. Manaos, una ciudad de 2,2 millones de habitantes en la selva amazónica, es uno de esos lugares. La selva amenaza desde hace tiempo a sus moradores con infecciones que circulan entre la fauna. En torno al 12% de las 1.400 especies existentes de murciélagos —conocidos por albergar una apabullante variedad de virus— revolotean por aquí. También los monos y roedores que la habitan son portadores de muchas amenazas en potencia.
El crecimiento urbano, la expansión de las autopistas, la construcción de presas, la extracción de oro y la deforestación erosionan la selva y ponen en contacto cada vez más estrecho a los seres humanos y la fauna. En Brasil, las políticas proempresariales del presidente Bolsonaro han potenciado este riesgo. Al hacer un seguimiento de las poblaciones locales de animales y los pacientes humanos, los investigadores de Fiocruz esperan prevenir las zoonosis —enfermedades que se transmiten de animales a humanos— antes de que se descontrolen. El trabajo que realizan Nava y sus colaboradores demuestra la importancia de frenar las actividades que facilitan la propagación de las infecciones, al mejorar la vigilancia de las enfermedades nuevas y extrañas en hospitales y descubrir reservorios naturales de patógenos que podrían albergar los agentes de futuras epidemias.

Resulta irónico que el trabajo de Fiocruz se haya visto obstaculizado por una de esas enfermedades. Manaos ha sufrido dos olas brutales de covid-19, una enfermedad que se cree que tiene su origen en murciélagos, con una cifra acumulada de más de 9.000 víctimas mortales, una de las más altas del mundo per capita. El equipo de Nava estuvo un año sin capturar animales sobre el terreno, en parte debido a la preocupación de que puedan infectar a los animales salvajes con coronavirus. Y los laboratorios de Fiocruz Amazonia que procesan sus muestras fueron requisados para la investigación del coronavirus.
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Para Felipe Naveca, vicedirector del laboratorio, el golpe ha sido tanto personal como profesional. La covid-19 mató a su padre y es posible que contribuyera a la muerte de su abuela. En el laboratorio, Naveca dirigió uno de los primeros estudios genéticos de la nueva variante P.1, que ha surgido en Manaos y que parece ser especialmente peligrosa porque es más transmisible y evade la inmunidad. Se enorgullece de que su equipo haya procesado 15.000 pruebas de covid-19 para las autoridades sanitarias locales. “Ayudar a salvar la vida de una persona fue mucho más gratificante que publicar un artículo científico”, asegura. Pero al igual que sus compañeros, Naveca tiene muchas ganas de volver a la misión principal del laboratorio. “Debemos continuar con la búsqueda de esas nuevas amenazas”.

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“Hacen un trabajo fabuloso e importante”, afirma Andy Dobson, biólogo en la Universidad de Princeton. “Demuestra que es posible establecer un plan de seguimiento de los nuevos virus, incluso en países con recursos limitados”. Dennis Carroll, fundador de PREDICT, coincide: “La Amazonia es una de las regiones más ricas y con más diversidad ecológica del mundo. Por eso, obtener cualquier información sobre la región es muy importante”.
Una fotografía enmarcada en el vestíbulo del segundo piso plasma una de las inspiraciones para este trabajo: Carlos Chagas, el legendario médico y detective de enfermedades brasileño. Aparece de pie en canoa, ataviado con un traje blanco y rodeado por sus remeros. En 1909 descubrió la causa de la enfermedad que ahora lleva su nombre. Utilizando un simple microscopio, identificó al culpable, un protozoo, y demostró que se transmite por la picadura de los insectos triatominos, como los chinches. La enfermedad de Chagas sigue matando a centenares de miles de personas cada año en Latinoamérica.

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Naveca realiza una labor de detective similar, pero con herramientas más sofisticadas. Un patógeno que le preocupa es el virus oropouche, que se propaga sobre todo por el mosquito Culicoides paraensis. El oropouche, que provoca fiebre y dolor de cabeza y en las articulaciones, ha afectado a más de 500.000 personas desde que se identificó en 1955. Su área de propagación se ha extendido a seis países sudamericanos y Panamá. Sin embargo, el mosquito en sí vive en lugares como el norte de Estados Unidos, donde este y otros insectos similares reciben el nombre de ceratopogónidos (beatillas o chinches chupadoras), lo que indica que el virus podría extenderse más allá de Sudamérica.
El mosquito Culex quinquefasciatus, portador de los virus del Nilo occidental y de la encefalitis de San Luis, también puede transmitir el oropouche —aunque de manera poco eficaz— y su distribución por los trópicos aumenta la posibilidad de que se produzcan brotes en África, el sureste de Asia y Australia. Naveca y sus compañeros esperan averiguar qué animal o animales son los reservorios de este virus. Los candidatos son muchos: el oropouche se ha identificado en perezosos, titíes, pinzones y otros pájaros y mamíferos.
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A Naveca también le preocupa otro virus que se propaga con rapidez: el mayaro, que provoca síntomas similares a los de la gripe. Igual que con el oropouche, está buscando más información sobre los reservorios naturales del virus e investigando si hay casos sin diagnosticar. Él y otros científicos advierten de que el mayaro es uno de los candidatos para el siguiente brote a gran escala de un virus animal en Brasil y más allá. Su principal vector, el mosquito Haemagogus janthinomys, habita solo en los bosques de Centroamérica y el norte de Sudamérica, pero los experimentos demuestran que el mosquito de la fiebre amarilla y el mosquito tigre asiático —dos especies ampliamente distribuidas por las zonas tropicales y subtropicales— también lo pueden transmitir. Y el de la fiebre amarilla está bien adaptado para criarse en las ciudades.
Para Naveca, el virus del zika es un ejemplo del valor que tiene el seguimiento de patógenos poco conocidos. Fue identificado por primera vez en África en 1947, donde saltó de los monos y circuló con pocos afectados durante décadas. Después causó un brote en Oceanía en 2013 y, 18 meses más tarde, una enorme epidemia en Latinoamérica. De un día para otro, los investigadores descubrieron una preocupante consecuencia de la enfermedad: la microcefalia y otros defectos de nacimiento en los bebés de madres infectadas. “Era un virus al que nadie prestaba atención hasta hace 10 años”, afirma. “Podemos luchar mejor contra los enemigos que mejor conocemos”.

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Ahora, Naveca espera continuar con la tradición de búsqueda que inició Chagas. Está negociando la adquisición de un barco de 25 metros de eslora y fondo plano, equipado para ser un laboratorio flotante. La conservación de muestras humanas y animales perecederas en la selva ha sido un obstáculo crucial, y el barco llevaría el laboratorio a los materiales biológicos, no al revés. Él espera emprender su primer viaje de investigación posiblemente a finales de este año para llegar a lugares recónditos del Amazonas, donde con sus compañeros tiene intención de capturar murciélagos, roedores, primates e insectos, y llevar una valiosa colección de especímenes a Fiocruz Amazonia.
Incluso dentro de Manaos, hay muchas oportunidades para el trabajo de campo. El año pasado, Gordo había montado un laboratorio improvisado en un aula del parque Estadual Sumaúma, una pequeña parcela de selva tropical sin cortar en medio de la ciudad, encajada entre una concurrida autopista y un centro comercial de lujo. Utilizando jaulas llenas de plátanos maduros, él y sus ayudantes atraparon a nueve monos tamarinos, les inyectaron un sedante y luego les limpiaron las cavidades oral y anal, les cortaron unos mechones de pelo y les extrajeron sangre para su estudio. Luego los liberaron.
Es un trabajo peculiar y a veces peligroso. Los monos han mordido a Gordo y han estornudado sobre él, y en este viaje se rompió una jeringa cuando apretaba el émbolo, lo que hizo que la sangre de un mono salpicara su protector facial. Su mujer se queja cuando esconde los cadáveres de los monos en el frigorífico de casa.
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Los tamarinos —con cara de Yoda— viven por toda la ciudad de Manaos. Al igual que las ardillas y los mapaches norteamericanos, se mueven por donde quieren y hacen de los jardines urbanos sus almacenes de alimentos y lugares de ocio. Hasta la fecha no hay pruebas de que los monos urbanos de Manaos constituyan una amenaza para la salud humana, y Gordo, que está preocupado por “los asesinatos y la deforestación irrazonables”, se muestra reacio a hablar de esa posibilidad. Pero tanto él como otros están investigando si los monos son portadores de parásitos, como los nematodos que causan la filariasis, o de virus como el zika y el chikungunya.
En opinión de Gordo, el contagio a la inversa, es decir, las infecciones que pasan los humanos a los animales, es igualmente preocupante. El zika, por ejemplo, parece que ha vuelto a transmitirse, pero esta vez de los humanos a los monos salvajes, durante la epidemia brasileña. El temor a que el virus pueda causar daños en la fauna se incrementó cuando los investigadores demostraron que una mona embarazada, autóctona de Brasil, tuvo un aborto espontáneo tras haberse expuesto al zika. El feto tenía defectos de nacimiento similares a los observados en humanos.
