La monogamia es un tipo de matrimonio, el más usual en la legislación de la mayoría de los países, que contempla la unión de dos individuos a través de un vínculo sexual y amoroso exclusivo, único y singular.
Hacemos referencia que la monogamia es la norma que organizar el sexo, los afectos o el patrimonio en gran parte de las sociedades modernas. Aunque sus normas se cumplan, muchas veces, por falta de oportunidades para saltárselas, su prestigio continúa siendo sólido.
Aunque el interés por las formas alternativas de organizar las relaciones sexuales crece, las parejas en las que se permite saltarse la monogamia de forma consensuada, distinta de la tradicional infidelidad, siguen siendo una minoría. Y, según un estudio publicado esta semana en la revista Personality and Social Psychology Bulletin, es una minoría estigmatizada. “La gente que mantiene este tipo de relaciones afirma que experimenta el estigma en maneras diversas”, apunta Elizabeth Mahar, investigadora de la Universidad de Columbia Británica (Canadá). “Además, ese estigma experimentado se asocia a una angustia psicológica”, añade. Datos de Estados Unidos y Canadá citados en el estudio indican que alrededor del 20% de los habitantes de aquellos países han tenido alguna relación no monógama previo acuerdo con su pareja y que el 5% está en una relación así. En España, las cifras son similares.
Las sociedades humanas utilizan el estigma para identificar creencias o comportamientos que se consideran negativos para el grupo y para uno mismo. Con frecuencia, los estilos de vida alternativos se ven como una amenaza para los que viven satisfechos con sus costumbres convencionales o tienen miedo a cambiarlas. El sexo es uno de los aspectos que generan más conflictos entre todas las especies animales, también en los humanos, y de ahí la necesidad de regularlo de una forma estricta y la intensa preocupación por hacer que todos cumplan las normas, a través de leyes formales o del simple cotilleo para disuadir a los disidentes.
La monogamia confiere un efecto halo
La gente en este tipo de relaciones es evaluada de forma positiva respecto a asuntos que poco tienen que ver con su forma de organizarse en los temas sexuales y afectivos. Ese efecto puede explicar la apabullante mayoría de políticos en relaciones monógamas o el consejo que, según recoge el libro Fariña, le dio Manuel Fraga, entonces presidente de la Xunta de Galicia, a un joven Mariano Rajoy: “Vete a Madrid, […] cásate y ten hijos”.
Con las personas que eligen una relación con excepciones consensuadas a la monogamia, sucede lo contrario. Varios estudios sugieren que se confía menos en sus habilidades cognitivas, en que paguen los impuestos a tiempo o, incluso, en que se les pueda dejar al cuidado de un perro. También se considera que van a tener menor nivel de satisfacción sexual, más problemas con los celos o más enfermedades de transmisión sexual. Aunque el estudio de este tipo de relaciones es reducido y gran parte de la información se extrae a través de encuestas, con las consiguientes limitaciones, Mahar y sus compañeras mencionan trabajos que indican que la satisfacción de la pareja es igual o superior y que, debido a los altos niveles de infidelidad, que se estiman entre el 11% y el 57%, la protección frente a las enfermedades de transmisión sexual puede ser una ilusión. Y pese al estigma generalizado, los acuerdos no monógamos no se juzgan todos igual. Las relaciones abiertas por motivos sexuales, como las de los que intercambian pareja, están peor vistas que las que se explican por cuestiones románticas, como las poliamorosas.
Entre los voluntarios encuestados para el estudio, cinco de cada ocho se sintieron juzgados, estigmatizados o discriminados por su no monogamia consensuada, y otros estudios anteriores han confirmado que estas personas se exponen a reacciones negativas dentro de su familia. Además, también se apunta a que los profesionales de la salud mental los tratan diferente, juzgando su comportamiento o enmarcándolo como patológico, y que tienen un conocimiento escaso sobre este tipo de relaciones.
Mahar y sus colegas establecen una analogía con el estrés que sufren otras minorías, como los homosexuales. Este estrés se produce en tres pasos. Primero, se sufre el prejuicio y la discriminación. Esas experiencias llevan a asumir el estigma y a anticiparlo, incluso cuando no haya motivos, y todo ello genera una peor salud mental y física que la que tendrían si sufriesen como minoría. Pese a que algo más de la mitad de los encuestados (el 57,5%) no se consideraron estigmatizados por su elección sexual y afectiva, en el 40% de los casos fue porque la mantuvieron oculta, como sucede con otras minorías que pueden ocultar su particularidad.
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