El 1 de noviembre, una peculiar tradición cobra vida en el pintoresco pueblo de Valle de Allende, Chihuahua. En esta fecha, los habitantes se transforman en “muertitos”, una costumbre que combina el espíritu festivo del Día de Muertos con la inocencia de la celebración infantil de la recolección de dulces. Esta práctica, rica en simbolismo y cultura, atrae tanto a locales como a visitantes ansiosos por experimentar una de las tradiciones más distintivas del norte de México.
La tradición comienza en la tarde del 1 de noviembre, cuando los habitantes se visten con atuendos que imitan a los difuntos: se pintan la cara de calaveras y se visten con ropas que evocan el estilo de aquellos que ya no están. Esta metamorfosis no solo es un homenaje a los seres queridos fallecidos, sino también una manera de invocar la alegría y la celebración de la vida. Desde pequeños hasta adultos participan en esta colorida celebración, creando un ambiente dinámico y festivo.
Lo curioso de esta tradición es que, a diferencia de otras festividades donde la solemnidad predomina, en Valle de Allende el “hacerse el muertito” se convierte en un juego lúdico. Los “muertitos” se tumban en las calles y, en esta simulación, esperan con anticipación a que los transeúntes, especialmente los niños, se acerquen. Cuando lo hacen, los participantes emergen de su letargo, sorprendiendo a los adultos y llenando de risas a los niños, quienes tienen la oportunidad de pedir dulces a cambio de la representación de la muerte.
Este ingenioso intercambio no solo propicia la diversión, sino que también fomenta la familiaridad con la muerte en un contexto que celebra la memoria de quienes han partido. Los habitantes de Valle de Allende han encontrado en esta tradición un recurso valioso para unir a la comunidad, fortalecer los lazos familiares y cultivar un sentido de pertenencia que resuena en cada rincón del pueblo.
Históricamente, el Día de Muertos es una festividad profundamente arraigada en la cultura mexicana, con raíces que se entrelazan con las prácticas indígenas y las celebraciones católicas. En el caso de Valle de Allende, la tradición de “hacerse el muertito” emerge como una interpretación única que honra esta dualidad, facilitando que la muerte no sea vista como un final, sino como parte del ciclo de la vida, invitando a la reflexión y a la celebración simultáneamente.
Valle de Allende no solo ofrece una experiencia cultural vibrante, sino también una lección sobre cómo enfrentar la muerte con alegría y humor. Con el paso de los años, la tradición ha atraído la atención de medios de comunicación y visitantes de otras partes del país, creando un fenómeno que despierta el interés de quienes buscan sumergirse en el auténtico espíritu mexicano. En esta pequeña localidad, el 1 de noviembre se convierte en un espectáculo multicolor que resuena con risas, dulces y recuerdos, conservando viva la esencia de la vida más allá de la muerte.
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