El Movimiento 5 Estrellas (M5S), un experimento político surgido de los intereses de una empresa de comunicación y los impulsos anticasta de un cómico (Beppe Grillo), comenzó su verdadero ascenso electoral hace cinco años. En junio de 2016 acariciaba en la segunda vuelta la alcaldía de la ciudad de Roma. Era una gran noticia. Pero una de sus máximas dirigentes, Paola Taverna, resumió en una frase lapidaria lo que representa la capital de Italia para los partidos: “Hay un complot para que ganemos las elecciones. Así nos harán quedar mal”.
Roma es una trituradora de políticos. Walter Veltroni fue el último gran alcalde (de 2001 a 2008) que tuvo una ciudad que todavía conservaba el esplendor internacional más allá de su eterno interés turístico. Desde entonces, todos sus sucesores, como el posfascista Gianni Alemanno o el socialdemócrata Ignazio Marino, han compartido escándalos, procesos judiciales y la dudosa gestión de una ciudad que, según un estudio de la Comisión Europea de 2020, es la segunda capital comunitaria con peor calidad de vida, solo por detrás de Atenas. Virginia Raggi, finalmente elegida en 2016 por el M5S y actual alcaldesa, ha sido un eslabón más en esa decadencia, según la valoración de los propios ciudadanos. Pero la falta de interés del resto de partidos, sin candidato todavía o con apuestas de segundo plato, la sitúan como la favorita (26,9% en el último sondeo de La Repubblica) ante las elecciones de octubre.
Raggi, que se propuso superar los problemas estructurales de la ciudad, no ha cumplido sus objetivos. Roma sigue teniendo graves deficiencias en el transporte, en la limpieza urbana o en la gestión de las empresas públicas. Su partido ni siquiera tenía claro que pudiera volver a ser la candidata, pero no había demasiadas alternativas y ella se empeñó en repetir en un escenario con poca competencia. Roma, una ciudad casi tan grande como Londres, pero con apenas tres millones de habitantes (lo que implica una recaudación de impuestos municipales insuficiente para administrar un espacio de tales dimensiones) asusta a cualquiera. Gestionar infraestructuras, empresas públicas desproporcionadas (8.000 trabajadores en la de residuos) o los 440 kilómetros cuadrados de zonas verdes no es fácil. Y los grandes partidos, sin apenas nuevos cuadros dirigentes, no han encontrado voluntarios para optar al puesto que se decidirá en las urnas en octubre.
Raggi ha sido el saco de los golpes de todos los partidos durante cinco años. Fue presentada por el M5S como símbolo de la regeneración política. Elegida con casi el 70% de los votos, ha sido incapaz de dinamizar en este tiempo los indomables servicios públicos romanos —AMA, la empresa que gestiona la funeraria, tenía acumulado en los últimos tiempos un retraso de 35 días para incinerar a los fallecidos— y fue acusada de falso testimonio y abuso de poder (y absuelta). En Roma es fácil ver autobuses en llamas, enormes grietas que se abren en la calle y que engullen coches como si fueran galletas (pasó ayer en el barrio de Torpignattara) o jabalíes husmeando en la basura. Todo, muchas veces también de manera injusta, termina siempre siendo culpa de la alcaldesa, carne de meme en las redes. Pero a la hora de la verdad, cuando se acercaban los comicios, los partidos miraron hacia otro lado.
Carlo Calenda habla en una manifestación contra la reforma de la justicia en 2020.
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