En un rincón fronterizo de mi provincia de origen he vivido durante unos días con una poderosa sensación de regreso y de reconocimiento. Cuando yo era muy joven y los viajes eran mucho más difíciles, la Sierra de Segura quedaba en un extremo lejano de la provincia de Jaén, al final de las líneas de los autobuses que en dirección contraria nos llevaban a Granada. Las carreteras eran estrechas, malas, llenas de curvas peligrosas. Los autobuses avanzaban a tumbos y roncaban en las cuestas arriba.
Como se podía fumar en ellos, y se fumaba a conciencia, la mezcla del movimiento, del olor a tabaco y a plástico recalentado de los asientos provocaba náuseas y hacía más largos y agotadores los viajes. Los maestros jóvenes que acababan de aprobar las oposiciones temían ser enviados a pueblos serranos tan pequeños que no aparecían en algunos mapas, y de los que se decían que quedaban aislados por la nieve en los inviernos. Los pueblos tenían nombres peculiares: Cortijos Nuevos, Santiago de la Espada, Hornos de Segura, Segura de la Sierra.
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Una tarde veo desde el coche que me trae de Madrid un monte escarpado en el que se mezclan los pinos y los olivos, y al alzar los ojos un caserío blanco y, más alto todavía, la silueta maciza de un castillo, sus piedras doradas al sol del atardecer. Y entonces me acuerdo con perfecta claridad de una vez que estuve en Segura de la Sierra, hará cuarenta y tantos años, y de que al llegar al pueblo preguntamos cómo se podía entrar al castillo, y alguien nos indicó la casa de la vecina que custodiaba la llave. En los almacenes de la memoria hay estancias cerradas en las que todo se ha conservado con la mayor exactitud, museos meticulosos de momentos menores del pasado. La señora abrió la puerta de su casa y de un bolsillo del mandil sacó una llave enorme de hierro, y nos hizo entrega de ella sin mayor formalidad.
El castillo se levantaba sobre una peña encima del pueblo. La llave había que girarla con las dos manos y provocaba una resonancia cavernosa. El recuerdo de la llave es preciso, pero el del interior del castillo casi se me ha borrado. Subiendo las últimas curvas escalofriantes hacia Segura de la Sierra intento recordar cómo era por dentro, pero me doy cuenta de que la imaginación usurpa la memoria: patios en ruinas sembrados de malezas, salas de techumbres cóncavas medio derribadas. Es el hábito tramposo de restaurar con invenciones lo que se ha olvidado.
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Se ha borrado lo anecdótico, pero algo más profundo perdura, ese reconocimiento que se me ha ido despertando en oleadas desde que dejamos atrás los páramos horizontales de La Mancha y llegamos a las primeras estribaciones serranas, a las tierras rojizas del río Guadalimar, a esos parajes entre cultivados y agrestes, con dehesas de encinas, con ondulaciones de cerros de olivares, que trepan obstinadamente por laderas en las que será tan difícil el cultivo como la recogida. Una parte de ese reconocimiento, que estremece las honduras del alma, el núcleo secreto de lo que es más uno mismo, tiene que ver sin duda con la sobriedad de estos paisajes, que sin embargo no llega a lo áspero o a lo hosco.