Todo empezó con una raya roja. Era la última revisión de Diana con la pediatra, la de los 14 años. La doctora giró la pantalla de su ordenador para mostrar a la niña las gráficas: tanto en altura como en peso estaba en el percentil medio, aunque un poco por encima. Al salir de la consulta Diana estaba agitada. “Mamá, ¿es que no lo has visto? La raya roja, en peso estoy por encima”. Era junio de 2021 y esa fue la casilla de salida de lo que después se convirtió en una obsesión.
Empezó a eliminar alimentos de su dieta, a levantarse a las siete de la mañana para caminar 10 kilómetros al día y no se sentaba ni para ver la tele. Seis meses después, Diana, que en ningún momento dejó de comer ni se provocó vómitos, fue diagnosticada con una desnutrición severa e internada en la unidad de psiquiatría juvenil del Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Sus constantes vitales estaban al mínimo y el latido de su corazón era débil. “El médico nos dijo que había entrado en estado de hibernación, había perdido su luz, era como una sombra”, cuenta Paloma, su madre.
Diana (nombre falso para proteger su identidad), que recibió el alta la semana pasada después de un mes de ingreso, ocupó una de las 20 camas de la unidad de agudos del Gregorio Marañón, que en sus 21 años de vida no había registrado listas de espera hasta la llegada de la pandemia, con unos picos de hasta 10 adolescentes esperando turno para poder ser internados ―Madrid ya cuenta con otras tres unidades en los hospitales Niño Jesús, Puerta de Hierro y 12 de octubre―.
“En los 17 años que llevo aquí nunca había visto nada parecido, esto es un tsunami”, cuenta Cloe Llorente, una de las cinco psiquiatras que atienden la planta. De los ingresos, casi el 50% se corresponde con casos de autolesión o intento de suicidio y el otro 50% con trastornos de la conducta alimentaria ―son los que más han aumentado―, en este último caso el 90% de las pacientes son chicas. De forma minoritaria les llegan algunos con episodios psicóticos.
Al principio, Paloma ―abogada de 46 años― y su marido pensaron que la de Diana era una conducta típica en adolescentes: el deseo de replicar los cuerpos “irreales” que se encuentran en las redes sociales. Un día la niña les habló del fear food (miedo a la comida) y de los retos que algunos influencers colgaban en sus perfiles. “Meten en una pecera los alimentos prohibidos que no quieren comer y van sacando uno a la semana”, les explicaba.
Los 10 días que pasó contagiada de covid precipitaron su enfermedad mental. “Entró en su habitación con el propósito de no coger ni un gramo y cuando salió no era la misma”, cuenta su madre. Eliminó el huevo, la pasta, el plátano… alimentos que quedaban desterrados, y ya no volvía a comer. Su dieta se basaba en pan integral, pavo, verduras, carne y pescado en pequeñas cantidades. Hasta un filete de pavo a la plancha lo posaba sobre la servilleta para quitarle todo resto de grasa. Al ver que había perdido más de 10 kilos en pocos meses la llevaron al médico. Asustada, Diana empezó a comer más y rebajó la actividad física, pero ya era demasiado tarde. Cada semana seguía perdiendo kilos.
Sin darse cuenta había entrado en una especie de letargia. “Cuando se somete al cuerpo a una restricción importante de alimentos se entra en un periodo de hibernación en el que aparece un mecanismo de defensa que consiste en gastar la menor cantidad de calorías posible, incluso se pierde la regla para ahorrar todo lo que se puede”, explica Celso Arango, director del Instituto de Psiquiatría y Salud Mental del Gregorio Marañón.
“Al principio pasan mucha hambre, aunque no lo reconozcan, pero en las fases más avanzadas ese apetito se pierde y aparecen problemas cognitivos para pensar y relacionarse que les hace estar en una situación casi de hibernación”. Si intentan ingerir mucha comida de golpe puede ser peligroso, el estómago se ha reducido y rechaza esos alimentos. Por mucho que Diana quisiera volver al origen, ya no podía hacerlo sola. El ingreso hospitalario era la única vía.
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