El 12 de julio de 1997, mientras Cuba construía hoteles a toda prisa para enfrentar la crisis generada por la desaparición de la Unión Soviética, una explosión sacudió el lobby del Nacional. Sucedió a la misma hora que en España se daba a conocer que Miguel Ángel Blanco, concejal secuestrado por ETA días antes, había sido hallado gravemente herido en un descampado (moriría un día después). En la tercera planta del hotel, un empresario vasco escuchaba sobrecogido Televisión Española cuando en eso sonó el bombazo. “Bajé corriendo al vestíbulo. Fue un pequeño explosivo colocado en las cabinas de teléfono, que provocó diversos destrozos y heridas a empleados y clientes”, contó el hombre de negocios ese día con la cara desencajada por ambas noticias.
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Así de calientes andaban las cosas en el verano de 1997. En La Habana estallaron más bombas, y una colocada en el hotel Copacabana el 4 de septiembre acabó con la vida de un turista italiano. La campaña de atentados era alentada por organizaciones del exilio duro de Miami y pretendía espantar al turismo en momentos en que el sector empezaba a aportar cierta luz a la fragilísima economía cubana. Atraer visitantes extranjeros se convirtió en Cuba en un asunto prioritario, y el Nacional, como siempre, ahí estaba.
Ni las bombas lograron ahuyentar a los turistas ni la revolución de Fidel Castro se derrumbó siguiendo el dominó del campo socialista; por el contrario, Cuba empezó a ponerse de moda mientras Compay Segundo cantaba y en el mundo arrasaban los sones de Buena Vista Social Club, disco que ese mismo año ganó un premio Grammy. Chan Chan sonaba a todo volumen en la radio, y a Cuba comenzó a viajar todo el mundo. Vino Robert Redford, vino Francis Ford Coppola y llegaron también Kevin Costner y Steven Spielberg, y todos se quedaron en el emblemático establecimiento, que volvió a llenarse de cineastas, políticos y artistas.