La primera carta nos la dejó directamente en el buzón. Le haría sentir que así nos resultaba más amenazante: alguien que te ronda, que no solo sabe dónde vives, sino que ha entrado en tu portal, ha subido unas pocas escaleras hasta llegar a los buzones, a los que en esta época ya no llegan ni notificaciones bancarias, apenas tristes folletos publicitarios, impresos de promoción de comida basura. La posibilidad de ser sorprendido tal vez acentuó el placer de lo que estaba haciendo. No le había bastado con garabatear un salivazo anónimo en cualquiera de las redes fecales.
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Se había tomado el trabajo de escribir un folio entero, de imprimirlo, de guardarlo en un sobre en el que había también impreso nuestros dos nombres completos, con una asepsia administrativa que al principio nos engañaría cuando encontráramos la carta, una más de tantas sin ningún interés si no fuera, como reparamos en seguida, por la falta de remite y de matasellos, por la evidencia de que efectivamente alguien, tal vez un vecino o vecina de este mismo edificio, alguien con quien nos podríamos haber cruzado en el portal, se había concedido a sí mismo esta pequeña gamberrada, un anónimo que no necesita contener amenazas literales porque las formula con su misma existencia: sé dónde vivís y puedo llegar hasta vosotros; puedo reconoceros por la calle y hasta seguiros si me da la gana, pero vosotros no me veis a mí; las palabras de encono y desprecio que me inspiráis os las hago llegar a vuestro propio buzón, a vuestra misma casa.
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Esta segunda vez ha preferido no correr ningún peligro. La emoción sin duda es menor, pero tiene la ventaja de la comodidad, la asepsia de un trámite. Cuanto más impersonal el procedimiento, más intenso el efecto. Y además hay algo de los placeres olvidados del antiguo mundo postal, doblar con cuidado la hoja, deslizarla en el sobre con los dos nombres impresos, los dos destinatarios, y debajo de ellos la dirección, aunque no el piso, el código postal, Madrid. Por un escrúpulo de seguridad añadida ha asegurado el reverso del sobre con un trozo de cinta adhesiva transparente, muy pulcramente cortada.
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Una persona concienzuda. Se ha acercado al buzón con mucha mayor tranquilidad que cuando tuvo que entrar en nuestro portal y ha deslizado el sobre por la ranura, una persona digna, que luego sigue su camino, sin duda por este mismo barrio, por estas calles en las que mi mujer y yo andamos siempre, a cara descubierta, incluso con la mascarilla, atareados en nuestras obligaciones y en nuestras aficiones, porque a los dos nos gusta mucho vivir en la ciudad que llaman del cuarto de hora, comprar en las tiendas donde ya nos conocen, la panadería, la frutería, la tienda especializada en cafés que inunda con su aroma toda una acera, la papelería, la otra tienda de legumbres a granel en la que ya hemos aprendido a elegir los mejores garbanzos, las alubias más cremosas, las lentejas.
Un día estaba comprando fruta y el parroquiano que esperaba delante de mí me dijo: “Qué raro, un escritor en una frutería”. Me pareció que lo decía amablemente, pero ahora, cuando me acuerdo, me entra la sospecha, sin duda injusta, de que ese podía ser el autor de los anónimos, y de que en su sonrisa podría haber algo de ese sarcasmo bilioso que segrega como una baba cada una de las palabras que escribe.