En Colombia estalló una gran movilización social el pasado 28 de abril. Muchos analistas daban por hecho que saldría poca gente, pues atraviesa el tercer pico de la pandemia, uno de los más mortíferos. Pero el miedo al virus fue derrotado por el hambre y el enojo en torno a el Gobierno de Iván Duque. Uno de los principales epicentros fue la tercera ciudad de Colombia, Cali, la capital del pacífico. Desde esa fecha la urbe se encuentra semiparalizada y cada día salen miles de personas a protestar.
Los jóvenes son los principales actores de esta protesta. Algunos de ellos se han concentrado en lo que se denominan “puntos”, sitios ubicados en avenidas principales que son bloqueadas y se convierten en lugares de reunión de los manifestantes. Los jóvenes que están al frente recibiendo los ataques de la policía, los llaman Primera Línea. En esos puntos, han confluido dos tipos de jóvenes. Por un lado, aquellos que no tienen nada que perder y que, de hecho, han encontrado en esos puntos y sus ollas comunitarias una forma de comer dignamente. La mayoría de ellos pasan escasez, no tiene empleo, no trabajan y casi todos tienen hijos. En segundo lugar, jóvenes con alguna formación profesional que igualmente la pasan mal económicamente, pero que tienen una mayor formación política. Ambos mundos se han encontrado.
Dicho acercamiento ha ido creando un mismo discurso político y social, unas mismas reivindicaciones y aspiraciones, así como unas mismas necesidades. El Gobierno nacional de derecha de Iván Duque optó por la salida a la venezolana, pretendió terminar el paro con una fuerte represión. De hecho, en esta ciudad hay más de una veintena de personas asesinadas, la mayoría, por no decir que casi todos, presuntamente por miembros de la policía nacional. La idea del Gobierno era desactivar el paro con violencia y miedo en tres días, pero no lo lograron. La consecuencia es una desmoralización de la policía y críticas nacionales e internacionales por los casos de violación de los derechos humanos.
Luego, Cali recibió a la minga indígena, al menos tres mil indígenas llegaron a la ciudad en el marco del paro nacional. Entonces, el Gobierno optó por un segundo escenario, dejar que los civiles se enfrenten con los propios civiles. Ante la parálisis, un grupo de ciudadanos de los estratos más altos comenzaron a amenazar y golpear a los indígenas y jóvenes de que protestaban. El punto más alto se vive desde hace unos días, pues desde camionetas personas vestidas de civil disparan contra los marchantes. El escenario actualmente es complejo, la disputa ya no es entre ricos e indígenas, la situación esta llevando a que las posiciones se radicalicen y que la fatiga del paro comience a calentar los ánimos. Extrañamente, cada vez que se van a presentar estos enfrentamientos el número de policías disminuye en la zona o sencillamente desaparecen.
La situación, si bien es compleja, no es imposible de desactivar. Sin embargo, el Gobierno nacional no quiere dialogar y está apostando a llevar la protesta a su mayor nivel de choque. Pero en la calle, los jóvenes parecen tener un consenso en lo exiguo a pedir para desactivar el paro. Por un lado, la no judicialización de los jóvenes luego de que culmine el paro nacional. Muchos denuncian que los tienen perseguidos. En segundo lugar, ayudas socioeconómicas para las familias más pobres y que aguantan hambre. Piden ayudas por un año. En tercer lugar, la justicia para los caídos; es proponer, que los casos de los jóvenes asesinados en manifestaciones no queden en la impunidad.
Sin embargo, el Ejecutivo de Duque se encuentra en una verdadera confusión, no sabe cómo comportarse y cada vez que lo hace es para empeorar. El peor escenario, y tal vez el camino que recorre, es un paro nacional intermitente, tres o cuatro semanas de tranquilidad y una o dos semanas de amplias protestas, como un electrocardiograma. Eso podría durar todo el año, lo que terminaría de demoler la posesiones doméstico.
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