El eufemismo empleado por Miguel Díaz-Canel para identificar a los protagonistas de las manifestaciones registradas en Cuba reviste las características del sarcasmo. Limitar las protestas a “personas con insatisfacciones legítimas” y “a revolucionarios confundidos”, secundados por oportunistas, contrarrevolucionarios y mercenarios pagados por el imperio constituye un reduccionismo sesgado pero elocuente, en un país sobrado de paciencia después de acumular decenios de penurias y asfixias trasversales, consecuencia del absolutismo político y una economía que no remontará sin una revisión conceptual de sus fundamentos.
Más que las ansias de democracia, desconocida en Cuba, la espoleta fue el hartazgo, acentuado por la pandemia, los apagones, y el desabastecimiento. El toque a rebato del mandatario, la movilización de los cuerpos de seguridad y de la militancia del PCC denotan un trance sin precedentes, apenas comparable con el bienio del hambre (1993-94) y la manifestación del malecón, disuelta personalmente por Fidel Castro; también constatan soterradas turbulencias en las filas del partido único.
Hace cinco años, una subdirectora del diario Granma, órgano oficial, advertía que sin la presencia del comandante, Cuba corría el riesgo de no aguantar las restricciones derivadas de la caída del crudo venezolano. Díaz-Canel ni tiene el carisma del caudillo ni las herramientas para aliviar el sufrimiento de sus compatriotas; quizás, ni la fuerza para imponer a los militares liberaciones estructurales.
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Los gritos callejeros de libertad y abajo la dictadura sonarán a música celestial en Estados Unidos, que alentará las sublevaciones mientras no desemboquen en una guerra civil y las pateras bloqueen el Estrecho de Florida. Los estallidos encajan con la apuesta de Biden contraria a la normalización de Obama sin contraprestaciones sustantivas, cuya Administración se opuso al embargo en la Asamblea General de Naciones Unidas, por primera vez desde la instauración del castigo por Kennedy. En junio, EE UU revirtió la concesión y volvió a votar a favor del aislamiento económico, financiero y comercial de la isla, en la confianza de que la necesidad ablande al castrismo o conduzca al alzamiento popular.