Mi madre, maestra de escuela, llevó una vez a casa una Botánica de Orestes Cendrero, célebre naturalista cubano nativo de Santa Clara (antigua provincia de Las Villas), y con ella entró Cuba a nuestra casa.
Era una vieja edición española, con fotografía sepia captadas por el autor en muchísimos lugares de la Isla. Gracias a Cendrero supe muy temprano que la ceiba es una malvácea.
Mi vieja nunca fue a La Habana, pero sabía muchísimo de las andanzas de Martí en Caracas. Tenía debilidad por los poetas, pero oyéndola hablar concluías que el autor de La niña de Guatemala era el más caraqueño de todos. Siendo los dos maestros, creo también que obraba en ella una especie de afinidad gremial.
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Puedo verme aún, de diez u once años apenas, tomado de la mano de mi vieja y asomado al patio de lo que fue el Colegio Santa María— entre las esquinas de Veroes y Jesuitas—, por entonces una casona a medias derruida y enmontada. Allí dictó Martí lecciones de gramática francesa durante el medio año que vivió entre nosotros.
Martí debió aprender el idiosincrásico nomenclátor del casco histórico caraqueño: no atiende al catastro municipal. Te orienta la eufonía de los nombres que en tiempos de España dieron los habitantes a las esquinas de la cuadrícula. Ella dicta el sentido de la circulación original.
Apellidos de vecinos ilustres, templos, hitos del paisaje. Así: de Sociedad a Gradillas, de Bolsa a Mercaderes, de Cuartel Viejo a Pineda…
Al otro sitio de trabajo del Apóstol en Caracas sí entraba yo a menudo: la casona del Colegio Villegas— entre la esquina de Veroes y la Santa Capilla—, donde dos veces por semana, de ocho a diez de la noche, Martí enseñaba oratoria. Allí funcionó luego, y aún funciona, la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas donde acudía mi hermano mayor, conmigo de pegoste.