Los pasajeros del vuelo FR4978, procedente de Atenas, observaron desconcertados cómo su avión giraba bruscamente cuando había iniciado el descenso sobre Vilna, la capital lituana. Más aún cuando un caza del Ejército de Bielorrusia se puso a la par a fin de escoltar al aparato no hasta su destino previsto, sino hacia el aeropuerto de Minsk. Pero un hombre joven —que, visiblemente asustado, comenzó a rebuscar entre su equipaje para entregar su teléfono y su portátil a su acompañante— se dio cuenta de lo que realmente ocurría: iban a detenerlo. El hombre, de 26 años, era el periodista y activista Roman Protasevich, buscado por Bielorrusia desde que dos años atrás se exiliase temiendo por su vida. “Aquí me espera la pena de muerte”, dijo cuando los servicios de seguridad bielorrusos se lo llevaron del avión detenido junto a su novia, Sofía Sapega, de nacionalidad rusa y estudiante de la Universidad Europea de Vilna.
Pero ¿por qué un Gobierno como el de Alexandr Lukashenko —muy cuestionado por aferrarse al poder tras las fraudulentas elecciones de 2020 y sancionado por la Unión Europea— se arriesga a una operación tan espectacular, forzando el aterrizaje de un vuelo civil, supuestamente para capturar a un disidente? “Es cierto que se trata de un método muy extremo de represión”, opina Nate Schenkkan, director de estrategia del laboratorio de ideas Freedom House. “Pero el hecho de que un Gobierno sea capaz de poner en peligro la vida de tantos pasajeros, de utilizar un caza y de amenazar la aviación civil internacional indica el sentimiento de impunidad que mueve a estos regímenes cuando persiguen a los disidentes. Sienten que no hay consecuencias por ello”, añade. La razón principal, opina Schenkkan, es que Lukashenko no está sentando un nuevo precedente, sino siguiendo precedentes anteriores.
En febrero, tres meses antes de que Bielorrusia movilizase a su aviación militar para detener el vuelo a Protasevich, Freedom House publicó un informe (con Nate Schenkkan como coautor) que alerta de la creciente tendencia de Estados autoritarios a perseguir a los exiliados más allá de sus fronteras y recoge datos de más de 600 casos de secuestros, asesinatos, desapariciones y extradiciones fraudulentas ejecutados entre 2014 y 2020 por una treintena de países. Freedom House atribuye a China un tercio de los incidentes recabados y sitúa a Rusia como la que más asesinatos o intentos de asesinatos de disidentes perpetró en el periodo estudiado, pero acusa a países menos poderosos de utilizar tácticas parecidas. Por ejemplo, los tailandeses que huyeron de su país tras el golpe de Estado de 2014 han visto con temor cómo destacados compatriotas en el exilio desaparecían o morían en extrañas circunstancias. En Ruanda, el régimen de Paul Kagame urde complejos planes para detener a los opositores en el extranjero: Paul Rusesabagina, famoso por haber salvado a decenas de tutsis durante el genocidio de 1994 e inmortalizado en la película Hotel Ruanda, denunció el pasado agosto su “secuestro” en el aeropuerto de Dubái tras atraerlo de su exilio en Bélgica para dar una supuesta charla. Turquía, que en los últimos años ha retornado a casa a más de un centenar de exiliados vinculados al nacionalismo kurdo y a la organización islamista de Fethullah Gülen —acusada del intento de golpe de Estado de 2016— , lo ha hecho o bien presionando a los países que los acogían, o bien a través de operaciones llevadas a cabo por los servicios secretos.

La Nobel de la Paz yemení Tawakkol Karman, en una protesta en Estambul por la desaparición del periodista saudí Jamal Khashoggi, en octubre de 2018.
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