Bajo asedio constante de las tropas rusas, la ciudad de Lisichansk resiste como puede. Antonina habla en verso. “Es una guerra, pero no hay que tener miedo”, dice. Versa y versa y trata de convencerse a sí misma. Y de mantenerse cuerda. Es la primera vez en varios días que pone un pie en la calle y ve el sol.
El ejército ruso está cada vez más cerca de Lisichansk. En el frente decisivo y cada vez más sangriento del este de Ucrania, el Kremlin trata de estrechar el cerco que ya ha logrado apuntalar para hacerse con el control de la región oriental de Lugansk. La localidad industrial —de lo poco en esta provincia, junto a Severodonetsk, aún en manos de las fuerzas ucranias— corre riesgo de ser conquistada.
Y entre el olor a quemado y agrio de las explosiones, también se respira la desesperanza. Las calles ribeteadas de edificios colmena de estilo soviético y parques verdes, están desiertas. De cuando en cuando, sobresale un misil de la acera. O un par de edificios calcinados. O algún socavón causado por una bomba. Lisichansk se ha abandonado a sí misma.
Tras el fracaso en la ofensiva sobre Kiev, el presidente ruso, Vladímir Putin, ha puesto el foco en el área de Donbás, donde en los últimos ocho años ha estado apoyando, alimentando y manejando a los separatistas prorrusos a través de los que llegó a controlar —con la guerra que comenzó en 2014— un tercio de las regiones mineras de Lugansk y Donetsk.
Bombardeos sostenidos
Tras meses de construir un discurso bélico sobre las afirmaciones falsas de que los habitantes de estas provincias sufren un “genocidio”, Putin firmó en febrero un decreto que asumía su independencia. Dos días después, lanzó la invasión y una feroz ofensiva por tierra, mar y aire en toda Ucrania. Lo ha llamado “operación militar especial” en Donbás y afirma que busca “liberar” y “desnazificar” el país.
La zona está muy militarizada después de una guerra de casi una década, con una línea de contacto de más de 400 kilómetros que había permanecido inamovible hasta hace poco. El ejército ucranio —profesional y bien equipado, que conoce el terreno y ha recibido entrenamiento y armas sofisticadas de sus aliados occidentales en un flujo cada vez mayor en esta guerra— ha resistido durante semanas. Pero el Kremlin ha mandado refuerzos a Donbás y está empujando con una nueva estrategia de pequeñas ofensivas de avanzadilla, drones de reconocimiento y ataques aéreos. Bombardeos cada vez más sostenidos e indiscriminados que no distinguen entre objetivos militares, infraestructuras o zonas residenciales.
En los últimos días, mientras pierde terreno más al norte, en la zona de Járkov, Rusia ha logrado hacer avances lentos pero significativos en Donbás. Sobre todo en la región de Lugansk, donde ambiciona hacerse con Severodonetsk, —en la que ya se registran combates a las afueras, según el gobernador, Sehii Haidai—, y con Lisichansk.
Antes de la invasión, esta ciudad llegó a contar con unos 100.000 habitantes. Ahora, los pocos que se han quedado en Lisichansk, bajo el castigo constante de las fuerzas de Moscú, han aprendido a leer las señales de esta nueva guerra. A contar los silencios. A aprovechar los momentos de la contraofensiva para salir. Como la enjuta Antonina, que camina apresurada hacia un paupérrimo mercadito para hacerse con unas pocas provisiones. “¿Sabe qué? Ahora tengo 34 gatos y varios perros. Todos recogidos de gente que se fue. Se fue y no volvió”, versa la mujer.
Natalia, Gena y Aleksandr también cuentan los silencios y se han tirado a la calle. Buscan desesperadamente salir de la ciudad y confían en que pase algún convoy humanitario o un vehículo de evacuación. Sin embargo, la estación de autobuses esté cerrada y desierta. Hasta el parque de bomberos contiguo parece abandonado. Lisichansk lleva días sin línea telefónica. Tampoco tiene agua. “No sabemos nada, no podemos llamar, no sabemos cómo, ni cuándo podremos salir”, se lamenta Gena.
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