El nuevo ministro de Agricultura de Alemania, Cem Özdemir, del partido de Los Verdes, ha declarado la guerra a la comida barata. Este político vegetariano ha empezado en el cargo con una propuesta poco habitual: un encarecimiento de los productos agrícolas. “No debe haber más precios basura para los alimentos; llevan a las granjas a la ruina, impiden más bienestar animal, promueven la extinción de especies y contaminan el clima. Quiero cambiar eso”, declaró hace unas semanas Özdemir. Habrá que ver hasta dónde llega el alemán, y que efectos tiene esto en la política de la Unión Europea, pero las palabras del ministro señalan ya una de las prioridades de los ecologistas: el carro de la compra.
Durante mucho tiempo, uno de los retos de la humanidad ha sido conseguir alimentos para toda la población del planeta. Sin embargo, como demuestran también la fuerte polémica con las macrogranjas en España y el despliegue táctico de los partidos políticos con este asunto en plena campaña electoral, cada vez importa más de dónde viene esa comida. En los estantes del supermercado hay productos de calidad y saludables, pero también otros vinculados con la deforestación de selvas, el cambio climático, la contaminación de ecosistemas, el maltrato animal, la explotación laboral…
“Los precios son el meollo de la cuestión”, destaca Dionisio Ortiz, profesor titular en el Departamento de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad Politécnica de Valencia. “Empieza a haber un cierto consenso en el ámbito académico en que los precios de los alimentos no reflejan los costes totales de su producción, no reflejan lo que a la sociedad le cuesta o está sacrificando para obtenerlos, en gran medida por sus impactos ambientales”, señala. A su juicio, el marco regulador sí debería obligar a los responsables a asumir esos costes ambientales, aunque esto pueda terminar encareciendo los alimentos en el mercado. “Un alimento que produzca más daño ambiental debería ser más caro”, subraya Ortiz.
Como se ha criticado rápidamente al ministro alemán, una subida de los precios puede ser muy perjudicial para el acceso a los alimentos de la población con menos recursos económicos. No obstante, el profesor de la Politécnica de Valencia considera que esto puede solucionarse mediante medidas fiscales, con una política redistributiva. Además, según incide, no se trata solo de asegurar el acceso a la comida, sino a la comida saludable. “Comer mal es barato”, subraya el profesor, “las estadísticas demuestran que el sobrepeso o la obesidad tienden a concentrarse en los sustratos de renta más bajos, eso tiene que ver con malos hábitos alimentarios en los que también hay dificultades de acceso económico a una alimentación adecuada”.
A los agricultores y los ganaderos tampoco les cuadra lo que se paga por la comida. Para Pedro Barato, presidente del sindicato agrario ASAJA, “este es el gran problema del campo español, cuando no puedes repercutir en el precio lo que cuesta la producción”. Sobre todo, cuando producir los alimentos cuesta más (entre otras cosas, por las exigencias ambientales). Hace una década, el importe de los costes de producción en el sector agrario se situaban en menos de 20.000 millones de euros y suponían el 46% del valor de la Producción Final Agraria. Hoy han pasado a significar cerca del 60%, hasta casi los 30.000 millones.
“Si a mí me cuesta producir una sandía 12 céntimos no se puede vender a 8″, incide el representante de ASAJA. Sobre el papel, en base a la Ley de la Cadena Alimentaria, los primeros compradores, fundamentalmente operadores e industrias, tienen la obligación de pagar a agricultores y ganaderos unos precios que supongan al menos los costes de producción. Sin embargo, una cosa es la ley y otra su aplicación, dadas las condiciones específicas de la oferta agraria, con productos agrícolas perecederos y otros alimentos ganaderos a los que hay que dar salida obligatoriamente en un momento determinado. Un pollo debe salir de la explotación a los 45 días y un lechazo a los 30.
Para fijar un precio que cubra todos los costes de producción, así como los ambientales o de bienestar animal, debería existir un equilibrio en la cadena, una negociación entre iguales, no como sucede en la actualidad, donde hay partes que tiene una clara posición de dominio, como la gran distribución en sus estrategias de vender alimentos a la baja para ganar cuota de mercado. “No se puede permitir que una cadena de supermercados venda a pérdidas un producto como reclamo para que el consumidor llene el carro”, enfatiza Pedro Barato, que considera que deberían existir unos precios de referencia.
Los más vulnerables en esta situación son los pequeños y medianos productores, que no pueden aprovechar las economías de escala de las grandes empresas agrarias. Jorge Izquierdo, ganadero de vacuno y ovino en Colmenar Viejo (Madrid), cuenta que debe malvender un lechazo por menos de 50 euros y una vaca a un precio como si fuera solo para elaborar hamburguesas. “Y con tantas exigencias económicas y de dependencia, y a estos precios, quieren que los jóvenes se incorporen al campo”, apostilla.
En la Unión Europea, la Política Agrícola Común (PAC) nacía en los años sesenta del pasado siglo con el objetivo de lograr una autosuficiencia alimentaria, calidad a un precio asequible y que, a la vez, contribuyera a mantener la actividad de agricultores y ganaderos. El éxito de productividad fue tan grande que, en las últimas décadas, Bruselas se vio obligada a establecer limitaciones en algunas producciones por el coste que suponía su almacenamiento, destrucción o exportación.
Hoy, en el marco del Pacto Verde Europeo, ha cambiado el escenario. La PAC pretende dejar a un lado la carrera de la productividad y tiene un componente dominante de exigencias en materia de medio ambiente y cambio climático con el objetivo de lograr una reducción de emisiones, la sostenibilidad de los suelos y frenar la degradación de los mismos. En esta línea se hallan medidas como la rotación de cultivos, la reducción del uso de agua, el abandono de tierras de laboreo mínimo, los cultivos generadores de nitrógeno y, sobre todo, iniciativas como las estrategias De la Granja a la mesa o Biodiversidad UE 2030 por las que, entre otras medidas, se plantea una reducción en el uso de abonos químicos en un 20% junto a una reducción de plaguicidas y de productos zoosanitarios en un 50%.
Esta iniciativa verde comunitaria estuvo congelada en los cajones de la Comisión ante el temor a la respuesta negativa del sector. Según la propia valoración de un organismo comunitario como el Centro de Investigación Común (JRC, por sus siglas en inglés), su aplicación supondría una reducción media de las producciones de entre un 15% y un 20% por la caída de los rendimientos, a la vez que aumentaría los costes de producción. Organizaciones agrarias y cooperativas de la UE rechazan radicalmente la iniciativa por entender que amenaza la viabilidad de la actividad agraria de la UE. “No tiene lógica una sostenibilidad basada en dejar de producir”, señala el presidente de ASAJA. “Con estas políticas estamos poniendo en peligro nuestra autosuficiencia alimentaria, aumentando nuestra dependencia exterior y además poniendo en riesgo la actividad de agricultores y ganaderos comunitarios”, añade.
En esta misma línea, también se percibe como una amenaza la recomendación de reducir el consumo de carne para luchar contra el cambio climático. Sin embargo, para Dionisio Ortiz, “todo esto no tiene que implicar que haya menos agricultores o ganaderos”. Según el profesor de Economía y Ciencias Sociales, “en España, la ganadería está evolucionando a una concentración de explotaciones muy destacada, con un bum del porcino muy vinculado a la exportación y el declive de la producción de otras especies, como el ovino o el caprino. Una reducción del consumo de la carne podría ir aparejada a una cierta reestructuración del sector ganadero, con una disminución de la producción, pero manteniendo o incluso ampliando las explotaciones”.
Según incide el profesor, “ya está habiendo menos agricultores, pero como consecuencia de la configuración de este sistema alimentario mucho más corporativizado que sigue expulsando no solo a pequeños agricultores, sino también a pequeñas industrias de transformación y pequeños comerciantes”. “A menudo, todo esto está asociado”, comenta Ortiz, “estamos viendo que pequeñas explotaciones ganaderas están desapareciendo en algunos sitios porque los mataderos locales también han desaparecido, porque las carnicerías de barrio a las que vendían también han cerrado por la competencia de la gran distribución”.
En cualquier caso, en el sector agrario no se entiende que Bruselas autolimite sus posibilidades de producción por medidas ambientales o de bienestar animal, mientras no se piden las mismas exigencias a los alimentos que vienen de fuera. Este problema ya preocupa también en las propias instancias oficiales comunitarias y en esa línea se halla la iniciativa del ministro español de Agricultura, Luis Planas, reclamando que Bruselas aplique a las importaciones la llamada “cláusula espejo” por la que se deberán cumplir las mismas exigencias. “¿Qué pasa con un producto que viene de América o de Asia, ahí el cambio climático no les afecta para nada?”, se pregunta Barato.
Estas políticas ya han tenido efectos negativos sobre algunas producciones agrarias españolas. En el caso de la alubia verde, la producción nacional se ha reducido a mínimos ante la avalancha de oferta barata de Marruecos. Lo mismo sucede con el tomate, donde España ha bajado sus ventas en los países comunitarios de más de un millón de toneladas a unas 700.000, espacio que ha ocupado Columna Digital norteafricano.
Lo más recomendable desde un punto de vista ambiental para aquellos consumidores interesados en reducir la huella ecológica de lo que comen es priorizar la compra de vegetales, de temporada y de proximidad. Pero también resulta fundamental al pasar por caja con la compra no olvidarse de pagar de forma justa.
La huella de carbono de un chuletón de vaca producido en España
Por Clemente Álvarez (Madrid)
Producir un kilo de patatas en el mundo supone emitir unos 300 gramos de CO₂ equivalente, si es de tomates las emisiones suben a cerca 1,4 kilos, cuando se trata de carne de cerdo alcanzan unos 7 kilos y para carne de vaca se disparan a unos 60 kilos. Estos valores de un estudio de los investigadores Joseph Poore y Thomas Nemecek publicado en Science en 2018, uno de los trabajos de referencia sobre la huella de carbono de los alimentos, explican por qué una de las principales recomendaciones para luchar contra el cambio climático suele ser reducir el consumo de productos cárnicos, en especial, del ganado bovino. Sin embargo, antes de convertir a todas las vacas en el enemigo número 1 del planeta, hay que tener en cuenta algunas matizaciones científicas. Para empezar, estas estimaciones mundiales no valen para España.
La producción de alimentos tiene enormes implicaciones ambientales, socioeconómicas e incluso éticas. Pero si nos centramos en el desafío climático, resulta difícil no hablar de cambios en la dieta para evitar las altas emisiones de efecto invernadero de la ganadería. Para Agustín del Prado, investigador del Basque Centre for Climate Change (BC3) y uno de los mayores especialistas del país en la huella de carbono de lo que comemos, “es cierto que hay que reducir el consumo de carne a cantidades apropiadas”. Pero también considera que habría que comer menos “calorías vacías”, aquellos alimentos que a pesar de su coste ambiental, aportan muy pocos nutrientes o ninguno. Según explica el investigador, se ha visto que las emisiones relacionadas con los alimentos más procesados son mayores de lo que se pensaba. “No se afina suficientemente en la caracterización de esas fases de la producción, fuera de las granjas”, señala Del Prado, que asegura que todavía hay muchas incertidumbres y errores en los cálculos de las huellas de carbono.
La producción de carne puede provocar emisiones de efecto invernadero de muy distintas formas: por la destrucción de bosques para dar paso a pastos o cultivos con los que alimentar al ganado, por los fertilizantes para estos cultivos, por el uso de combustibles fósiles en la producción y transporte, o por los propios gases directos generados por los animales, en especial, en el caso de los rumiantes como vacas o corderos. En cada país se dan situaciones muy diferentes. En España, según el investigador del BC3, que cita los trabajos de Eldesouki (2018), O’Brien (2019) u Horrillo (2020), se estima para un kilo de carne de vaca una huella de carbono de entre 15 y 47 kilos de CO₂ equivalente. Estas emisiones son bastante menores que la media mundial por la mayor productividad de la industria cárnica del país.
Resulta paradójico, pero como afirma Salva Calvet, profesor de la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Agronómica de la Universidad Politécnica de Valencia, en términos de emisiones las explotaciones intensivas tienen una menor huella que las extensivas (por su mayor producción y por alimentar al ganado con piensos que generan menos gases que el pasto). “Si nos quisiéramos alimentar de ganadería extensiva posiblemente aumentarían las emisiones de nuestra dieta”, defiende este académico, que asegura que en España es difícil encontrar hoy una separación clara entre el ganado bovino de intensivo y de extensivo, pues en los casos en los que hay vacas pastando en el campo, suelen ser vacas nodrizas y los ejemplares jóvenes son llevados a instalaciones de engorde.
Sin embargo, esta premisa cambia según la metodología que se utilice para calcular la huella de carbono. Algunos estudios han empezado a estimar no solo las emisiones provocadas por la ganadería, sino también las que ayuda a retener, pues en prados y dehesas estos animales pueden contribuir a fijar carbono en el suelo (a través de los excrementos), contribuyendo además a fertilizar la tierra. La investigadora Inmaculada Batalla, también del BC3, ha calculado que la huella de carbono de la leche de oveja en Columna Digital Vasco es de 3,7 kilos de CO₂ por litro cuando se produce en extensivo y de 2,3 kilos de CO₂ en intensivo. Pero al incluir el potencial de secuestro de carbono en suelo las emisiones de extensivo bajan a 1,7 kilos de CO₂.
“Esto no es ganadería sí o ganadería no”, comenta Diana Pascual, investigadora del Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF), que considera que la discusión resulta mucho más compleja que eso. Esta institución científica trabaja en distintos puntos de Cataluña, Aragón y La Rioja para estudiar cómo aumentar la resistencia al cambio climático del paisaje tradicional de media montaña del norte del país, cada vez más afectado por la despoblación. Sus conclusiones muestran que la ganadería extensiva puede resultar clave para secuestrar carbono, prevenir incendios, fertilizar los suelos, aumentar la biodiversidad… ¿Puede este chuletón ayudar a la adaptación frente al calentamiento del planeta? Como enfatiza Pascual, el desafío es conseguir que el pastoreo de estos animales —que requiere más trabajo— sea hoy rentable económicamente.
En este caso, como incide Eduard Pla, también científico de CREAF, no vale cualquier forma de gestión del ganado en extensivo: “Nos inspiramos en la ganadería regenerativa, que busca recuperar la fertilidad del suelo a partir de una gestión del ganado óptima, con rotación de los animales en zonas de pastoreo y estudios afinados de la carga que pueden soportar los pastos para evitar el sobrepastoreo”. Como señala, se trata de poner en valor un paisaje modelado por los humanos durante siglos y que ha funcionado de forma sostenible. “Si queremos territorios vivos y resilientes, hay que conseguir transferir recursos desde las sociedades urbanas a las poblaciones rurales que gestionan el campo”, subraya.
Por lo general, los cálculos de huella de carbono interpretan que si se reduce el ganado se reducirán las emisiones en igual proporción. Sin embargo, Del Prado considera que esto puede no ser así en la realidad. “Si se quita la ganadería extensiva, lo lógico sería que otros animales salvajes ocuparan este nicho ecológico, reemplazando parte de esas emisiones”, detalla. Ya no habría vacas que produjeran gases al alimentarse de hierba, pero podría haber otros herbívoros que las sustituyeran, como los ciervos, que también son rumiantes y digieren la celulosa de los pastizales de la misma manera. Conjuntamente con Pablo Manzano, ambos investigadores ikerbasque del BC3, Del Prado está estudiando esta teoría en territorios de África, con una mayor presencia de herbívoros salvajes en competencia con el ganado.
Fertilizantes que abonan lechugas y matan el mar Menor
Por Esther Sánchez (Madrid)
La lechuga es el producto estrella del Campo de Cartagena (Murcia), una zona conocida por su huerta y también por su implicación en los problemas medioambientales que arrastra el mar Menor debido a los restos de fertilizantes (nitrógeno, sobre todo, y fosfatos) que le llegan. Desde 2019 se han producido dos episodios de mortandad de peces, el último en agosto del año pasado, en los que esos nutrientes han jugado un papel fundamental en la eutrofización del agua y en la falta de oxígeno que ha conducido a los desastres y ha levantado la indignación ciudadana. El desarrollo urbanístico del entorno y las explotaciones mineras han contribuido, aunque en menor medida, al deterioro. En 2020 se cultivaron 508.000 toneladas de hortalizas en el Campo de Cartagena (lechuga, seguida por coliflor, brócoli y alcachofa, entre otras), de las que, aproximadamente, el 95% acaba en los estantes de los supermercados de Alemania, Reino Unido y Francia, informa la Federación de Cooperativas Agrarias de Murcia (FEOCAM).
Las primeras cosechas de lechuga se siembran a mediados de septiembre y tardan en recolectarse una media de 75 días. A los 15 días comienza la fertilización, que contiene fósforo y nitrógeno, para que se desarrolle la raíz. Al mes, se le añade calcio para fortalecer la hoja. Las proporciones dependen del estado de la tierra y de la calidad del agua. Lo mismo sucede con el resto de las hortalizas y otros cultivos ―el Campo de Cartagena agrupa unas 80.000 hectáreas, de las que 43.000 son de regadío y 27.000 de secano―. Con el riego, el abono que le ha sobrado a la planta se va filtrando hasta que alcanza la laguna salada, un mar interior separado del Mediterráneo por una estrecha banda de arena.
Así, poco a poco, se ha llegado a la situación actual en la que el mar Menor no puede más. La última lectura realizada por la comunidad autónoma indica que el 12 y 13 de enero se vertieron por la rambla del Albujón (principal punto de salida de agua) y otras 10 zonas que se monitorizan 2.018 kilos de NO3 y cuatro de fósforo diarios. Eso se detectó en el momento de la medición, pero la media va más allá. En un informe del Centro de Estudios y Experimentación de Obras Públicas (CEDEX) se estima que la cantidad de nitratos que entró en la laguna durante el año hidrológico 2018-2019 fue de 1.575 toneladas, con un promedio diario de 4.111 kilos. La situación se complica por la descarga natural del acuífero que se extiende bajo los cultivos. Se calcula que en esas aguas subterráneas hay acumuladas 300.000 toneladas de nitratos.
En cuanto al precio, no cuesta lo mismo una lechuga producida de forma industrial que una que soportara todos los gastos de lo que contamina o perjudica su producción a la sociedad. Según el análisis realizado en 2020 por la economista ambiental Genoveva Aparicio, miembro de la Plataforma Pacto por el mar Menor, el precio de una lechuga en el mercado que reflejara, además de los costes de producción, las pérdidas del sector turístico en el mar Menor y La Manga por la contaminación marina se multiplicaría casi por cuatro, de 1,30 a 3,85 euros el kilo, tomando el precio que marcaba en ese momento el índice elaborado por la organización agraria COAG. “Si se tuviera en cuenta también el daño causado al medio ambiente o las inversiones futuras necesarias para recuperarlo, el importe sería aún mayor”, añade. Aparicio culpa de la situación a la Política Agraria Común (PAC), porque “se ha premiado la producción dando ayudas, nosotros les sugerimos que subvencionen el precio final de venta de productos ecológicos, que no tienen impacto ambiental”.
El problema no es exclusivo del mar Menor. En la investigación The global nitrogen-phosphorus imbalance, publicada en la revista Science el 20 de enero, los científicos del CREAF Josep Peñuelas y Jordi Sardans advierten sobre el desequilibrio de nutrientes que se está produciendo en la tierra. Las especies vegetales necesitan CO₂ para la fotosíntesis y nutrientes para crear sus estructuras, entre las que es clave la proporción de nitrógeno y fósforo, indican. Pero en las últimas décadas, “los humanos hemos enriquecido la biosfera con nitrógeno mediante una fertilización excesiva y, por lo tanto, hemos modificado su relación con el fósforo”. Y cuando el medio presenta demasiados nutrientes se eutrofiza, lo que supone que aumentan las sustancias nutritivas en el agua y eso provoca que algas y fitoplancton crezcan de forma descontrolada, hasta que se colapsa el ecosistema. Los científicos proponen como solución desarrollar la agricultura de precisión para reducir los fertilizantes o aplicar métodos de biotecnología innovadora que intensifiquen la eficiencia de las plantas al captar nutrientes.
Ramón Navia, ingeniero agrónomo y agricultor ecológico en la zona, solo ve una solución: “Una ley que prohíba los nitratos”. La Ley de recuperación y protección del mar Menor, aprobada por la Asamblea de Murcia, prohíbe su uso en una franja de 1.500 metros desde el borde de la laguna. “Pero a partir de ahí, se pueden utilizar y como son muy solubles llegan desde kilómetros de distancia”, asegura. “Si no se utilizaran nitratos químicos y se apostara por la agricultura ecológica, iríamos a la décima parte de lo que estamos ahora en contaminación. Estaríamos en niveles completamente aceptables”. En el Campo de Cartagena la producción ecológica es el 5% del total. Rafael Seiz, del programa de aguas de WWF, explica que la fertilización se ha ajustado debido al avance de la tecnología y ahora se aplica una dosis justa. “Pero es una superficie tan grande la que está recibiendo esos abonos artificiales que estamos hablando de enormes cantidades”, concreta. En el mar Menor, en concreto, aunque se reciba menos cantidad “el sistema está tan desequilibrado que es más fácil que haya colapso. Estamos hablando de un problema de escala”.
La mayor parte de los agricultores se sienten agraviados, y consideran un ataque injusto a su labor las acusaciones de que los fertilizantes se encuentren detrás del deterioro del mar Menor. Santiago Martínez, presidente de la Federación de Cooperativas Agrarias de Murcia, apunta a la minería, al desarrollo turístico y a las depuradoras, “que tampoco están funcionando bien”. Un portavoz del Ejecutivo regional mantiene que no es así, las depuradoras incluso “están sobredimensionadas” y solo existen vertidos en ocasiones puntuales, con grandes lluvias. Martínez explica que se ajustan a lo que marca la ley, que prohíbe el uso de fertilizantes nitrogenados en la banda de 1.500 metros, limita el número de cultivos o la cantidad de abonos orgánicos. Tampoco se puede transformar terreno de secano a regadío y se han iniciado expedientes para cerrar las 8.500 hectáreas que se regaban de forma ilegal. A finales de diciembre, informa el Ministerio para la Transición Ecológica, se habían remitido a la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia 248 expedientes que afectan a 3.722 hectáreas y se han enviado 101 apercibimientos para precintado y desconexión, sobre un total de 1.244 hectáreas.
Qué tiene que ver una salchicha del supermercado con la deforestación en Brasil
Por Naiara Galarraga Gortázar (São Paulo) y Miguel Ángel Medina (Madrid)
El viaje de un paquete de salchichas de supermercado arranca en una región brasileña, sigue en España y puede acabar en China. La primera parada se da en Brasil, cuyos grandes productores agropecuarios se enorgullecen de que alimentan al mundo. Lo cierto es que su producto estrella, la soja, no va directamente al plato de nadie: es exportado a China y a la Unión Europea, donde es convertido en pienso para pollos y ganado, que a su vez nutren la producción de salchichas envasadas. La inmensa mayoría de la soja brasileña procede del Cerrado, un bioma ubicado al este de la Amazonia que tiene menos protección legal que esta y que en el último ejercicio sufrió una deforestación récord. Perdió 8.500 kilómetros cuadrados, la mayor cifra en siete años. También ha sido presa de devastadores incendios en los últimos años.
Esta región es la sabana más biodiversa del mundo y el corazón del potente sector de la soja brasileña. Suele ser un monocultivo en descomunales extensiones que consume cantidades ingentes de agua y de pesticidas. La industria ha tenido una fuerte expansión en estas tierras desde que en 2006 los grandes productores agrícolas, el Gobierno y las ONG pactaron la moratoria de la soja de la Amazonia por la que los primeros se comprometieron a no comprar este cultivo de terrenos deforestados. El acuerdo logró reducir a mínimos la producción en áreas taladas ilegalmente en la Amazonia, pero desplazó la producción al Cerrado, donde la superficie cultivada se ha duplicado en las últimas dos décadas.
![Un camión circula dentro de una hacienda en las afueras de Sinop, en la Amazonia.](https://imagenes.elpais.com/resizer/jsuyeYeSz5Hv7MRQGAkpx3AN9UE=/414x0/cloudfront-eu-central-1.images.arcpublishing.com/prisa/ZKSBKRAJAZELNCCRVJ4ENCOAOQ.jpg)
Aunque el ganado es el principal responsable de la deforestación ilegal, la soja influye indirectamente. Como producir granos es más lucrativo que criar vacas, los especuladores de tierras hacen la siguiente trampa de manera sistemática: talan ilegalmente una parcela, colocan ganado para ocuparla y transcurridos unos años brota allí una plantación de soja.
Pablo Manzano, investigador en el Basque Center for Climate Change (BC3), señala que tanto en el Chaco argentino como en el Cerrado brasileño “se está expulsando a la ganadería sostenible para cultivar soja, que da mucho dinero y tiene muchas proteínas, por lo que es ideal para animales monogástricos como pollos y cerdos”. Además, “convertir un ecosistema natural en un cultivo supone liberar mucho carbono, mientras que los fertilizantes que se aplican tienen una enorme huella de combustible fósil”.
Un informe del Parlamento Europeo de 2020 subraya que “aproximadamente el 80% de la deforestación mundial se debe a la expansión de los terrenos utilizados para la agricultura”, y que “se estima que el consumo de la Unión Europea contribuye al 10% de la deforestación mundial, como mínimo”. La política del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, de debilitar la protección medioambiental preocupa de tal manera en Europa que la Comisión sopesa vetar la importación de soja y otros productos agrícolas procedentes de zonas ilegalmente taladas. Porque la deforestación, que ya estaba en aumento pero se ha acelerado desde que el presidente anticiencia llegó al poder, se ha convertido en uno de los grandes obstáculos para la ratificación del acuerdo comercial entre Mercosur y la UE. Las ONG han intentado, sin éxito por el momento, implantar en el Cerrado una moratoria similar a la que tanto éxito ha tenido en la Amazonia para desincentivar la producción de soja en áreas deforestadas.
El sistema de producción industrial de carne que simbolizan las macrogranjas tanto porcinas —cuyo número ha crecido casi un 50% en 10 años en España— como de pollos y del que sale la carne más barata, como la que se usa en las salchichas de supermercado, requiere de ingentes cantidades de piensos industriales fabricados a base de soja. La Confederación Española de Fabricantes de Alimentos Compuestos para Animales (Cesfac), la patronal del sector, explica que España es el principal productor de piensos de la UE. En el año 2019 —últimos datos disponibles— se produjeron aquí 25,1 millones de toneladas de piensos industriales (por un valor de 7.758 millones de euros), mientras que Alemania produjo 24,1 millones y Francia 20,8.
El sector compra soja principalmente a tres países, Estados Unidos, Argentina y Brasil, y reconoce que hay problemas con dos de ellos. “Los estudios independientes de los que parten los compromisos voluntarios asumidos por la industria de alimentación animal española relativos al suministro sostenible de soja, y que han sido validados por la Administración española, establecen que el 100% de la soja originada en Estados Unidos se produce de manera sostenible y desde tierras consideradas legalmente no deforestadas; en Argentina ese porcentaje supera el 90% y solo en Brasil la cifra se reduce a algo más del 71%”, señala un portavoz de Cesfac. Es decir, que el 10% de la soja argentina y casi el 30% de la brasileña proceden de tierras deforestadas. “La industria española está trabajando con sus proveedores para conseguir que, en el año 2030, la totalidad del suministro de soja que llegue a España sea 100% producida de manera sostenible y proveniente de orígenes legalmente no deforestados”, añade.
España es el país europeo que más soja importó de Brasil en 2018, según los últimos datos disponibles en Trase, que monitorea las cadenas de suministro. Fueron casi 2.500 toneladas. Isabel Fernández Cruz, coautora del informe Con la soja al cuello, publicado la semana pasada por Ecologistas en Acción y la Universidad de Vic, señala que cuando la soja llega a España se transforma en piensos en grandes plantas molturadoras. “Esto ha incidido mucho en el enorme crecimiento de la ganadería industrial en España”, incide.
Esos piensos se los comen pollos y cerdos en las macrogranjas españolas. Manzano señala que esas instalaciones “generan malos olores, contaminación de aguas y acuíferos y pérdida de calidad de vida del medio rural que desencadenan procesos de despoblación”. De hecho, muchos pueblos de la España vacía están protestando contra esta industria. Después, los animales se envían a los mataderos y son transformados en carne y productos como las salchichas. “Cuando te comes una salchicha de una macrogranja contribuyes a la deforestación de América”, apunta Fernández Cruz. Pero el viaje de este producto puede no acabar en un supermercado español, sino que muchas veces es exportado a China: los envíos de carne porcina de España a China crecieron en más de 300.000 y 700.000 toneladas en 2019 y 2020, respectivamente, más del 100% cada año.
Fernández Cruz considera que la alternativa a este sistema sería “reducir el consumo de carne, apoyar la ganadería extensiva e impulsar los cultivos de oleaginosas autóctonas, como los guisantes, como alternativa a la soja”. El sector señala que ya se utilizan oleaginosas y leguminosas europeas, “pero la producción europea es muy limitada”. Mientras, Manzano pide crear un sello para certificar la ganadería extensiva —al igual que lo solicitan los sindicatos agrarios españoles—, más arraigada al territorio, e incorporar más legumbres a la dieta.
Atún rojo de granja: cuando para engordar al pez grande hace falta pescar muchos peces chicos
Por Lucía Foraster Garriga (Madrid)
Con el atún rojo se da un fenómeno peculiar: no es precisamente un alimento barato (la mayor parte se vende fuera de España como producto de lujo), y para su engorde en granjas marinas se utilizan otras especies de peces de alto valor nutritivo que podrían destinarse al consumo humano a precios razonables.
Aunque la acuicultura se ha presentado como una solución para evitar la sobrepesca de los mares, el ejemplo del atún muestra que no está exenta de controversia. Estos peces son capturados vivos en el mar durante la época de reproducción (mayo-junio), y luego son transferidos a jaulas de cultivo en España, concentradas en la Región de Murcia, Cataluña y Andalucía, donde son alimentados para aumentar sustancialmente su cantidad de grasa. Para producir cada kilo de atún, hacen falta entre 7 y 15 kilos de otros peces, pequeños pelágicos como la sardina, la alacha, el jurel y la caballa.
El coordinador de pesquerías de la organización ecologista WWF, Raúl García, ve en el engorde del atún rojo una cuestión, además de ecológica, ética: “Peces que son perfectamente válidos y de altísimo rendimiento nutritivo para la creciente población humana se están destinando a darle unos kilos y un porcentaje de grasa a ese atún rojo, que luego se vende a mercados de alto standing”.
![Atún rojo en aguas españolas.](https://imagenes.elpais.com/resizer/ieB5c95XASOu8D8rLQwTyJq837k=/414x0/cloudfront-eu-central-1.images.arcpublishing.com/prisa/DWJ2BGWHLFDR3IOYISORB4WRGE.jpg)
En Europa, la producción de atún rojo se limita en la actualidad al mar Mediterráneo, donde la técnica del engorde comenzó en 1995. Los países productores son España, Italia, Túnez, Malta, Chipre, Grecia, Croacia y Turquía.
Conservacionistas y empresas discuten sobre la cantidad de kilos que hay que pescar de otras especies para engordar a un atún, que de media alcanza un peso de 200 kilos y puede llegar a 750. La Asociación Nacional de Acuicultura de Atún Rojo (ANATUN) afirma que para cada kilo de atún solo son necesarios entre tres y siete kilos de otras especies. Pero Antonio Di Natale, investigador de la Comisión Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (ICCAT, por sus siglas en inglés), asegura que son necesarios 13,4 kilos de pequeños pelágicos para uno solo de atún rojo.
“La alimentación es costosa económicamente”, aseguran un portavoz de Balfegó —compañía líder mundial en captura, alimentación, estudio y comercialización del atún rojo—, que señala: “Nosotros somos los primeros interesados en dar una cantidad que sea la justa que necesita el animal y no más”.
Uno de los factores que puede hacer variar la tasa de conversión es el mercado de destino. Una vez engrasados, generalmente seis meses después de su captura, los atunes rojos se sacrifican y se exportan. Según la Junta Nacional Asesora de Cultivos Marinos (JACUMAR), se venden sobre todo a Japón, adonde llega en torno al 96% de la producción, en su mayoría ultracongelada. También se exporta a China, Corea, Tailandia, a países de Oriente Próximo y Europa y a Estados Unidos, entre otros. Desde ANATUN, cuyos miembros exportan a más de 30 países, diferencian: “Para España y para los países europeos es importante un pescado de buen color y grasa media, y para mercados como el japonés prima más la grasa del producto final”.
Tanto Di Natale como García, de WWF, coinciden en que todo esto genera dudas “de tipo ético”. No obstante, las soluciones que plantean son distintas. García aboga por “consumir menos atún rojo de granja, y reducir los límites de engorde que existen por país”.
“En España, comemos muchísima carne y muchísimo pescado. Tenemos más que cubiertas nuestras necesidades de proteínas animales. Y hay que diversificar”, comenta el ecologista. “Hay que salirse un poco de las especies que vienen de la acuicultura. Teniendo en cuenta el rendimiento nutritivo, la huella de carbono y el impacto sobre la biodiversidad, existen una serie de pescados y moluscos que compiten en bondad con las legumbres, que tienen altos poderes nutritivos y poco impacto ambiental. Por ejemplo, los bivalvos (mejillones, almejas, berberechos, ostras), las sardinas, caballas, jureles, alachas… Son de las mejores alternativas para el día a día”. añade.
Di Natale considera, por su parte, que ahora mismo el atún rojo no tiene ningún problema de sobreexplotación y parece que está en buenas condiciones. De hecho, España cuenta con una cuota de atún rojo de 6.100 toneladas (de las 36.000 toneladas totales a nivel internacional), que dada la abundancia, se pesca en su totalidad. “Yo alimentaría a los atunes rojos con peces que normalmente se descartan”, propone. A pesar de esto, hubo unos años en los que se hizo evidente que, de no tomarse medidas urgentes, la especie estaba abocada a su extinción. “Ahora está bien, por las serias medidas de control que se tomaron, y porque el cambio climático ha resultado ser positivo para el atún rojo”, explica Di Natale.
Por su parte, las empresas dedicadas al atún rojo aseguran que cumplen una estricta legislación que caracteriza a la pesca y la acuicultura en Europa. María Luisa Álvarez, directora de la Federación de Asociaciones Provinciales de Empresarios Detallistas de Pescados y Productos Congelados (FEDEPESCA), defiende que los productos pesqueros y acuícolas capturados o producidos legalmente en aguas de jurisdicción europea son “sostenibles por definición”, desde el punto de vista medioambiental, económico y social. El problema, dice, es que la balanza comercial europea se inclina hacia la importación: “Los productos europeos compiten con productos de otros países donde a lo mejor no se cumplen las mismas exigencias en sostenibilidad social y medioambiental”. Por eso, recomienda comprar productos europeos.
“Al final, cualquier sistema de producción de alimentos tiene sus impactos y lo que hay que hacer es medirlos, conocerlos y gestionarlos adecuadamente”, concluye García, de WWF. No parece una tarea fácil. “Lo terrestre lo puedes mirar, contar. En lo marino, todo es una estimación”, lamenta Di Natale, del ICATT.
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