Hay lugares donde el mar es tan fascinante que mirar tierra adentro parece una pérdida de tiempo. Flanqueada por el océano Pacífico y el Mar de Cortés, la estrecha península de Baja California, un desierto de 1.200 kilómetros de largo y entre 45 y 250 kilómetros de ancho que se prolonga desde Tijuana (México), en la frontera con Estados Unidos, hasta el paralelo 23 en cabo San Lucas, por debajo del Trópico de Cáncer, es uno de esos sitios, y por eso la mayoría de los visitantes que llegan aquí pasan más tiempo con la cabeza debajo del agua que fuera de ella. Y es que cuando hablamos del “mayor acuario del mundo”, en palabras del marino y oceanógrafo francés Jacques-Yves Cousteau, donde el mar tienta con piruetas submarinas en compañía de lobos marinos o invita a escoltar tiburones ballena en su nado cadencioso, es difícil resistirse a esa llamada. Sin embargo, esta península mexicana repartida en dos Estados —Baja California (capital, Tijuana) y Baja California Sur (capital, La Paz)— también tiene mucho que ofrecer en tierra firme: pueblos mágicos, junglas espinosas, antiguas minas de oro o modestas y bonitas ciudades donde todo está por descubrir.
Arte y tequila
Los Cabos, como se conoce al extremo meridional de la Baja, es la puerta de entrada por aire al Estado de Baja Sur. Cerca del aeropuerto queda la ciudad colonial de San José del Cabo, el primer contacto con una región en la que hay que saber mirar para ver más allá de la influencia gringa que, debido a su cercanía, lo impregna casi todo. Tras las tiendas de souvenirs y restaurantes fast food, San José tiene un alma que se remonta a 1730, cuando era una de las misiones del Camino Real en California.
La plaza Mijares, presidida por la parroquia de San José y con su antiguo quiosco de música, nos da pistas de una ciudad tejida alrededor de un centro donde ocurre todo. Aquí se pasea, se platica y se baila, como hacen los chicos y chicas de la asociación folclórica de San José, concentrados en aprender los pasos de El Tupe, una polca criolla, ajenos a la mirada de los turistas. Cada jueves, los talleres de artesanía y las galerías abren sus puertas sacando sus obras a la calle, cerrando el paso al tráfico y acompañando la velada con vino y tequila en la fiesta más arty de Baja California. El arte como tabla de salvación de un pueblo empeñado en conservar su identidad. Frente a los locales tex mex de comida rápida, el movimiento slow food y la comida orgánica se reivindican en lugares como Los Tamarindos, una hacienda a las afueras de San José en un enclave idílico al que se llega cruzando el lecho de un río seco. En este vergel en medio del desierto, con huertos y árboles frutales, es posible aprender a cocinar platos tradicionales mexicanos con los vegetales y las hierbas que uno mismo ha recolectado en el huerto. En el horno de barro de una cocina tradicional se asa un suculento cochinillo que, más tarde, acabará en el plato acompañado de mole verde.
Un arco entre dos mares
Después, es hora de emprender camino hacia el sur de la península, bordeando el corredor turístico costero que durante casi 40 kilómetros regala playas espectaculares, hoteles de lujo —guaridas exclusivas de famosos de Hollywood— y mares embravecidos aptos solo para surferos valientes. Al final espera cabo San Lucas con sus atardeceres de postal enmarcados por El Arco, un pórtico de roca modelado por la erosión del mar y el viento que separa las aguas cálidas y tranquilas del Mar de Cortés de los embates salvajes del Pacífico, y la playa del Amor, una lengua de arena que permite cruzar a pie entre los dos mares. Desafortunadamente, la belleza natural de cabo San Lucas se ve ensombrecida por hileras de hoteles de playa, cuerpos enrojecidos por el sol, noches largas y las borracheras fáciles. Razones suficientes para no detenerse mucho allí y seguir camino conduciendo hacia el norte por la carretera costera 19, siempre pegado al Pacífico en busca de lo auténtico.
El próximo destino es el pueblo de Todos Santos, pero antes de llegar a él, tomo una carretera de tierra para visitar a otro santo, San Cristóbal, patrón de los conductores y encarnado en forma de hotel boutique en la playa virgen de Punta Lobos, en la costa del Pacífico. Este idílico lugar, flanqueado por la sierra de la Laguna, invita a un retiro espiritual boho chic. Pero el paraíso también tiene su lado oscuro. Las barcas de pescadores que durante generaciones han llegado hasta este arenal creando un mercado espontáneo donde los vecinos del pueblo compran jureles, marlin y cabrilla, podrían tener sus días contados si se imponen los planes que pretenden arrebatar este espacio a los pescadores en nombre del desarrollo turístico. La batalla por el futuro del turismo sostenible se libra en frentes como este.
Cerca de aquí, en playa La Máquina, con un ojo puesto en esta lucha, el Grupo Tortuguero de Todos Santos continúa con su labor de conservación de tortugas golfinas de Baja California. En unas modestas instalaciones, Enedino Castillo y su ayudante monitorean los nidos y recolectan los huevos. Durante la temporada de suelta (de septiembre a noviembre) se liberan alrededor de mil tortugas al día. Como parte del programa de conservación, y pagando únicamente la voluntad, se puede ayudar en sus primeros pasos a una cría de tortuga, acercando la jícara que la contiene a la arena para que emprenda su frenética carrera hacia el mar y sea engullida por la espuma y las olas, con la esperanza de que sea una de las que regresará a desovar en esta misma playa 30 años después.
Un pueblo mágico
Por fin llego a Todos Santos. Este pueblo mágico acentúa sus credenciales por la luz vespertina que lo tiñe todo de color rojizo. Este plácido refugio de artistas con haciendas restauradas, calles decoradas con guirnaldas de papel picado y pequeños cafés invita a hacer un alto en el camino e incluso a inventarse una vida, como hizo el escultor Benito Ortega, que encontró aquí su lugar en el mundo y se dedicó a tallar las piedras y las maderas que se cruzaban en su camino. La postal histórica del pueblo corre a cargo del hotel The Todos Santos Inn, una antigua hacienda y almacén de azúcar de ladrillo rojo que sumerge en el siglo XIX a través de sus arcos de piedra, sus habitaciones coloniales y los sillones antiguos de piel gastada de su bar La Copa, con un cóctel de autor en la mano. Pero cuando se trata de lugares con leyenda, el hotel California acapara sin duda todos los focos. “Nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia” podría ser el eslogan de un alojamiento que a pesar de los desmentidos de la banda The Eagles de que fuera el lugar que inspiró su famosa canción Hotel California, sigue atrayendo hordas de turistas para hacerse la foto bajo sus letras doradas. Historias aparte, este lugar sí tuvo sus merecidos 15 minutos de fama en 1948, cuando su dueño, un avispado comerciante chino, fue el primero en importar hielo a Todos Santos, descubriendo a sus clientes el maravilloso placer de la cerveza helada.
Seguimos el viaje hacia el interior rumbo a El Triunfo, que, a pesar de su nombre, condenó al fracaso a miles de buscadores de oro que llegaron en 1862 en busca de fortuna. En su momento de esplendor, con más de 4.000 habitantes, fue el primer lugar de la región donde llegaron la luz eléctrica y el teléfono. Hoy apenas viven aquí 300 personas, pero aquella fiebre dejó un fascinante pueblo minero detenido en el tiempo. Hago el recorrido por la zona minera a lomos de un quad (también se puede hacer en camión y en caballo) que me lleva hasta una de las minas abandonadas. Entrar en su interior y sujetar con las manos uno de los pesados picos con los que se quebraba la montaña supone experimentar por un momento la dureza y la claustrofobia vivida por aquellos hombres que se dejaron la vida arañando las tripas de la montaña. En el complejo minero levantado por El Progreso Mining Company, y conservado casi intacto, se erige La Ramona, una enorme chimenea de ladrillo de 47 metros de altura atribuida a Gustave Eiffel.
El pueblo, con su iglesia de colores ocre y amarillo, sus casas coloniales y su calle principal adoquinada parece el escenario de un wéstern. El letrero de madera astillado del café El Triunfo invita a entrar a un local, decorado con objetos de época, donde almorzar unos deliciosos huevos rancheros sazonados de nostalgia. El rostro de Spahr, su dueño, un old timer americano, motero y tatuado, como salido de la película Easy Rider, refleja el desierto y ese mismo carácter indomable de los que llegaron aquí tocados por la fiebre del oro.
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