Una obra que trata de contar la extrema desmesura sin remedio ha de ser desmesurada en sí misma. Enfrentado a la tarea de contar la historia de un edificio inmenso, inaugurado en 1931, de más de 500 viviendas —y además un teatro y un cine igual de gigantescos, gimnasios, cafeterías, campos de tenis—. Destinadas a albergar a la élite del Partido Comunista y del Estado soviético. El historiador Yuri Slezkine ha levantado un libro que alcanza una inmensidad semejante, y que como el propio edificio original abruma por su escala y por la multitud de los personajes que lo habitan.
Traducirlo y publicarlo también habrá sido una hazaña desmedida, como tantas de las que se cuentan en el libro, también con un punto de insensatez y temeridad. Acantilado ya publicó hace unos años un proyecto casi igual de desmedido. Terror y utopía, de Karl Schlögel, centrado también en Moscú y en un solo año terrible, 1937. Se ve que las historias sobre la revolución y el mundo soviético inspiran inmensidades narrativas como de novela rusa, de novela comprometida por igual con el relato de los grandes cataclismos históricos y de las vidas individuales arrastradas por ellos.
Esa semejanza literaria es más visible en La casa eterna porque Yuri Slezkine, historiador de una ambición y una meticulosidad admirables, tiene un talento muy visible de narrador, y una sensibilidad para la literatura que a lo largo del libro se convierte en una herramienta fundamental de su indagación histórica.
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Confieso que nunca en mi vida he leído un libro como este. Por su escala desmedida, su variedad, su hondura humana, su agudeza política, está a la altura de Guerra y paz, de Vida y destino, de Archipiélago Gulag. En su capacidad de sintetizar una época, y de dar a conocer la vida interior, el estado de espíritu, la mentalidad de varias generaciones de personas unidas por parecidos ideales, me recuerda el también incomparable La edad de los prodigios, de Richard Holmes.
En La casa eterna, el edificio inaugurado en 1931 en las orillas del río Moscova, justo al otro lado del Kremlin, es el núcleo en el que confluyen centenares de peripecias individuales de revolucionarios soviéticos, y acaba siendo el símbolo, del todo tangible, de un proyecto formidable de transformación del mundo que empezó como fantasía apocalíptica y en menos de dos décadas ya se había cosificado en una burocracia de la sumisión y el terror.
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Una revolución consagrada al triunfo de la igualdad erigía ese edificio para albergar a una élite de privilegiados que disponían en él de todo tipo de comodidades inaccesibles para la inmensa mayoría de sus conciudadanos: cargos del partido, de la policía secreta, de la administración pública, de los medios de comunicación, de los sindicatos, de las asociaciones de escritores y artistas dóciles al régimen.
En 1931, 14 años después del éxito de la revolución, muchos inquilinos de la “casa eterna” eran veteranos de los tiempos de la clandestinidad, la cárcel y el exilio que habían pasado de conspiradores a dirigentes, de perseguidos a perseguidores, incluso de víctimas a verdugos. Muchos de ellos no sabían que al cabo de muy poco tiempo nuevas oleadas de terror los volverían a convertir en víctimas de nuevo, herejes destinados al disparo en la nuca o al Gulag.